Sáb 31.12.2005

EL PAíS • SUBNOTA  › LA HISTORIA DE RODRIGO Y SU NUEVA VIDA DESPUES DE LA TRAGEDIA

Tener 20 años y ser sobreviviente

Perdió el trabajo, está medicado y duerme agitado. Para saber cómo ayudar si le toca de nuevo, hizo un curso en la Cruz Roja.

› Por Cristian Alarcón

Rodrigo Veloso tiene 20 años y mide un metro noventa y cinco. Vive con su mamá y dejó a su novia a mediados de este año que por fin termina. Sobrevivió a Cromañón despues de rescatar, cargándolos de a uno, sin darse cuenta del peso, del riesgo, de nada, a cinco personas. La imagen que más lo azota de esa noche es el momento en que uno le dijo que la chica a la que había sacado del humo, tirada ahí en la vereda, estaba muerta. Su vida cambió, dice. Cambió y no sabe todavía cómo es que los días se hicieron más largos, las noches elásticas. No sabe cómo es que tuvo que empezar a tomar las pastillas. Cómo se hartó de todo y sólo se le ocurrió agarrar la guitarra y tocar, mal, pero tocar en una banda, con amigos. Así anda, entre los ensayos de un grupo sin nombre y las reuniones del grupo de sobrevivientes todos los miércoles. Anda en eso y esperando que vuelva Callejeros a tocar. Es de las pocas cosas que le dan cierta esperanza.

Esa noche no le salía de la boca el nombre de sus amigos, Pablo y Leandro. Caminaba sin sentido. En una esquina vio a un gordo con tres amigos. Preguntó si llamaba a la ambulancia. Pero qué ambulancia, si el que estaba tirado con los ojos abiertos, el amigo de los que ya lo velaban, estaba muerto. Después hizo cadena humana para que pasaran las ambulancias. Se distrajo y mientras tanto en la televisión las imágenes empezaban a hacer llorar a la gente. Era cada vez más doloroso, y las cifras en la placa roja parecían increíbles. Los que tenían amigos rockeros llamaban a uno y otro lugar, haciendo interminables cadenas de alarmas. Todos los que imaginaron que el amigo había ido a ver a la banda se preocupaban hasta que uno lo había visto y entonces sólo quedaba sufrir por el resto. En su casa, su madre enloquecía mientras lo llamaba y él no atendía el celular, desenfocado, procediendo como creía, pero inseguro. Nunca dejaría de pensar en que si hubiera sabido primeros auxilios hubiera sido más efectivo.

Se cruzó con una chica, con la que ahora suelen encontrarse por Internet. Ella lo vio desorientado y le prestó el celular, pero él no podía marcar. Ella discó. Atendió su mamá, le pasó con el hermano. “¡Quedate quieto que te vamos a buscar!” Quedaron en verse en una parada de micros. Entonces se dio un par de vueltas y lo encararon un par de Testigos de Jehová. “Yo sé que ahora no es el momento, pero te dejamos los volantes para que los mires después”, le dijo uno. “¡Rajá de acá!”, contestó él. Se subieron al remís en el que lo vinieron a buscar de la provincia. El auto era estrecho. Lo recuerda porque arriba iban él, su mamá, su hermano, la novia de su hermano y la madre de la novia, o sea la suegra de su hermano. Más el chofer. Sería tanto peso que el auto se quedó cuando él se dio cuenta de que tenía sangre en la pierna y pararon en una estación de servicio. Con esfuerzo el auto arrancó. Pero unas cuadras más allá se volvió a quedar. Entonces se tomaron un micro.

En su casa, esa noche, cambió todo. Cuando salió de la ducha prendió la tele. Los muertos ya eran más de cien. El había visto no más de treinta cadáveres alineados en un descampado al lado de la disco. Intentó dormir. Pero se tuvo que levantar temprano porque en ese entonces trabajaba en un local de celulares en la estación de Once. Le habían dado la llave, tenía que ir. Ahí también estaban preocupados, pero la solidaridad del dueño no duró mucho tiempo. A mediados de año, un hombre y dos mujeres que simularon ser clientes ansiosos lo distrajeron lo suficiente como para hacerlo lo que llama “la gran Nueve Reinas”. Se hicieron de la caja de tarjetas, más de 600 pesos que el dueño quiso que pagara de su bolsillo. Se alejó de Once corriendo. No volvió a ese trabajo ni consiguió ningún otro.

Le cambió el carácter, cree. Su ex novia le decía que por las noches movía las piernas y respiraba agitado, como si corriera. Antes de la tragedia era un pibe más bien taciturno. Después se convirtió en un jodón, en uno de esos que se la pasa haciendo un chiste de cualquier cosa. A su madre le pareció raro. Lo mandó al psicólogo. Fue porque si no iba, ella misma amenazaba con llevarlo de los pelos. Su mamá también va al psicólogo. “Pero ya estaba loca antes”, bromea Rodrigo. En eso suena el celular. “Sí, estoy bien. Sí. Sí. Sí.” En la clínica lo derivaron a un psicólogo y a una psiquiatra que le recetó clonazepan y zolof. Uno es un ansiolítico. El otro, un antiestrés postraumático. Pero él se quejó. Le daba no sé qué estar con los amigos y sacar la pastilla y tomársela ahí. Así que ahora va por media de la antiestrés. Y esta semana empieza con un cuartito.

En las marchas conoció a amigos nuevos. Se ve mucho con unos pibes de Banfield que van al mismo bar que él en Temperley. Con ellos suele ir a recitales. No le da claustrofobia, aunque Marquee, una especie de nuevo Cromañón, le resulta peligroso con esa mediasombra en el techo. Lo que no se banca es “la discriminación de los padres con los sobrevivientes”. “Ni una sola vez nos dieron la palabra. Me llegaron a decir ‘vos qué hacés acá, vos nada tenés que reclamar’.” Al gobierno de Aníbal Ibarra no lo considera “culpable, sino responsable”. Como a la banda que sigue teniéndolo como fan. “Sólo pediría más respeto con ellos que perdieron a tantos seres queridos”, dice. Y que toquen pronto. Siente que ya no puede esperar. El ha hecho su parte, dice. Este año se anotó en un curso de la Cruz Roja. No soportaría volver a sentirse inútil ante la tragedia. Aprobó el examen teórico. Pero de los nervios no pasó el práctico. Lo vuelve a intentar el 6 de enero. Después se va a Gesell. Espera que los pibes toquen allá.

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