EL PAíS • SUBNOTA › OPINION
› Por Mario Wainfeld
En una situación bastante parecida a la del ajedrecista que tiene jugada única, el gobierno argentino anunció que, en aras del federalismo y por pedido de la provincia de Entre Ríos, llevará la controversia con Uruguay a la Corte Internacional de Justicia (CIJ), ante la cual sólo pueden litigar estados nacionales. Tal como anticipara Página/12, la Argentina lo hará cuando la Comisión Binacional exteriorice el fracaso de seis meses de gestión conjunta, con dos dictámenes, uno por país.
Llevar el contencioso a los estrados de La Haya no es deseable (ni deseado por el Gobierno) por varias razones. La sustancial es que sería lamentable que la Argentina debutara como denunciante ante ese tribunal, justo contra Uruguay, justo cuando lo gobierna el Frente Amplio. La segunda es que las perspectivas de ganar un reclamo fundado en “daños sensibles” son, por ser optimistas, escasas. La tercera es que esos trámites propenden a tiempos vaticanos, en los que continuaría la instalación y aun la puesta en marcha de las papeleras, ya que las chances de conseguir una suspensión de las obras son ínfimas. Las normas vigentes exigen “riesgo inminente para la vida”, un extremo que ningún tribunal internacional es muy propenso a aceptar, menos si hay empresas primermundistas implicadas.
Para añadir más datos desalentadores sobre la vía judicial, cabría agregar que la pura preparación del contencioso insumiría un buen tiempo, un semestre acaso.
Con este premio, podría pensarse que Argentina ha elegido una vía muerta. En verdad, como ya se apuntó, no le quedaba casi alternativa ante la falta de respuesta uruguaya y el crecimiento del encono a ambas orillas del río. La gestualidad asumida era quizá la única que podía transmitir firmeza y sometimiento a la ley. Un mensaje que también vale para adentro, del que deberá hacerse cargo en su momento el gobernador Jorge Busti, es que los litigios internacionales imponen a las partes el cese de las “vías de hecho”. Y que, más allá de lo que son costumbres o cultura política local, los cortes de rutas y puentes serán considerados tales por cualquier tribunal internacional.
Al mismo tiempo, la decisión argentina es un alerta para el gobierno uruguayo y también para las empresas Botnia y ENCE que, hasta ahora, han relojeado el conflicto como si fueran espectadoras de un entuerto entre ajenos.
Uno de los anhelos del gobierno argentino es que las empresas se sepan interpeladas como parte del problema para intentar ser parte de la solución. En ese sentido, le es funcional alguna movida judicial promovida por funcionarios entrerrianos. En el tribunal federal de Concepción del Uruguay hay radicada una denuncia penal contra directivos de las trasnacionales, acusados a título personal por gravísimos delitos ambientales. La apertura de ese expediente, de hecho, ha motivado a las empresas a cambiar su táctica silente, amén de a buscar abogados para sus directivos. En los próximos días, todo lo indica, Botnia y ENCE se harán oír.
La solución deseada
La voluntad del Gobierno sigue siendo encontrar una solución consensuada, que compatibilice los intereses de los habitantes de los dos países y no resienta la reputación (y diríase, la autoestima) interna de los respectivos gobiernos. La relocalización de las plantas al sur, que Cancillería estimaba el mejor prospecto, es cada vez más dificultosa.
La otra vía es el “tratamiento limpio” del papel, una propuesta que el propio Busti ha empezado a propugnar, desandando bastante su discurso más belicoso de pocas semanas atrás. El tratamiento limpio encarecería el producto, algo que las empresas deberían asumir. Y aun la solución más delicada, como la que propone Greenpeace, dejaría pendiente el punto del olor, que varios diplomáticos argentinos entienden que es el más difícil de subsanar. Las emanaciones odoríferas no tienen casi previsión en los tratados internacionales, y en este caso es seguro que las habrá y que pueden ser muy perjudiciales para la actividad turística en Gualeguaychú.
Un recaudo ineludible para trajinar esos problemas es conformar una comisión binacional, integrada por representantes de gobiernos y de vecinos de ambos países, con facultad de control permanente y con cierta aptitud para detener el tratamiento del papel cuando se vulneren standards acordados de pureza ambiental, incluidas las emanaciones. Las declaraciones de ayer del ministro uruguayo de Medio Ambiente, Mariano Arana, fueron leídas en Cancillería y la Rosada como un mínimo paso adelante. No tanto porque afirmó que Uruguay no autorizará obras que contaminen, lo que es una obviedad, sino porque habló de una comisión “de seguimiento y de control”.
No es la única señal que percibió el gobierno de parte de Uruguay. Algo parece haber mejorado en estos días calientes porque en la Rosada han menguado los rezongos respecto de lo que Néstor Kirchner juzga como nula colaboración de Tabaré Vázquez. Una conversación entre funcionarios de primer nivel de los dos gobiernos (no de las respectivas Cancillerías ni de ambos presidentes que sólo dialogarán si hay consensos a punto de caramelo) templó los ánimos en Balcarce 50.
En suma, que no es una contradicción decir que la Argentina esgrime la vía judicial ansiando no tener que llegar a ella. Y que esa acción, tal vez, no exprese el momento más peliagudo de la crisis, sino el primer pespunte de un tramado conjunto más sensato.
“No fuimos a La Haya contra los ingleses por Malvinas, más vale que no sería bueno que vayamos contra Uruguay”, sintetizaba, deseaba anoche un ministro concernido en las poco ruidosas conversaciones de las últimas horas.
Vaya que no sería bueno. Y tal vez, sencillamente, no sea.
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