Dom 19.03.2006

EL PAíS • SUBNOTA

Sobre historias oficiales

Por M. W.

Pueden decirse muchas cosas acerca de Sergio Acevedo, pero nadie tiene derecho a poner en duda su pertenencia al (de por sí pequeño) grupo político que lidera el Presidente. Lo acompañó desde su banca de diputado, fue secretario de Inteligencia del Estado, fue propuesto al pueblo santacruceño como su sucesor en la gobernación. Sea cual fuere la vera génesis de la renuncia, el kirchnerismo tiene una enorme responsabilidad en la crisis provincial. Eso es obvio si, como sugieren los trascendidos emanados del ex gobernador, le impidieron gobernar, injirieron en exceso en la política local o dificultaron que se desembarazara del jefe de Policía provincial. No sería menos flagrante aunque fuera estricta verdad el relato propagado desde la Rosada, que hace centro en debilidades de carácter de Acevedo, ciclotimia o carencia de garra para hacerse cargo de situaciones complejas. Al fin y al cabo, ese gobernador no brotó de un repollo, fue elegido por Néstor Kirchner.

Más allá de si Acevedo fue un flojo o si lo vaciaron de poder (discusión importante, eventualmente abierta a dilucidaciones más complejas y hasta mestizas) el terremoto institucional del terruño presidencial no es el único dato preocupante. La violencia ya segó una vida y hubo actos de represión ilegal que hasta ahora no han sido castigados ni, hasta donde se sabe, dignamente investigados.

Sin dejar de computar los manidos “costos políticos” que ya está pagando el presidente Néstor Kirchner, todo induce a pensar que la violencia es una tendencia que trasciende largamente la experticia de Acevedo y que no podrá resolver, por sí solo, el entrante gobernador Carlos Sancho.

Las diatribas que se propalan desde la Rosada contra Acevedo dan una pista acerca de lo difícil que es permanecer en el dispositivo del kirchnerismo con algún atisbo de perfil propio o diferenciación. El oficialismo respondió a esos enigmas y a las dudas que genera su propio accionar, a su tradicional manera, triplicando la apuesta, haciendo gala de manejar a la nueva administración y sepultando a Acevedo. No es el mejor modo de elaborar una crisis severa, violaciones de derechos humanos incluidas, que ocurrió en su propia cancha. La crítica del Presidente a las violaciones es encomiable, pero debiera completarse con acciones con las gentes de su palo que las produjo.

El almanaque en rojo

La decisión de establecer feriado el 24 de marzo exigía un tratamiento mejor. No había ningún motivo para ponerlo sobre la mesa a último momento, siendo que cualquiera podía prever el aniversario que cae el viernes próximo.

Hablamos de una decisión institucional que mira en buena medida a generaciones futuras. Existe un amplio consenso entre las fuerzas políticas con representación parlamentaria (en muchos casos por larga convicción, en otros con tufillo a adaptación de los dictados de la moda) acerca del repudio a la dictadura y al terrorismo de Estado. Sobre esa base, inusual, se podía ensayar una discusión a la altura del tema. Si se trata de hacer profesión de fe democrática, no hay otro modo de enaltecerla que a través del pluralismo y la apertura del debate.

Entrando un poco en detalle sobre una cuestión que da para más, hay un riesgo latente en el modo de tratar esa época ominosa y es el de proponer una nueva, supuestamente confortante, historia oficial. Sería bueno ir asumiendo que una democracia cabal es incompatible con una historia oficial, así sea la de los antagonistas mejor calificados de la dictadura. El terrorismo de Estado es su marca mayor, pero una dictadura produce otros efectos menos brutales aunque también terribles. La imposición del silencio, la limitación de los derechos de reunión, la censura sobre los medios, determinan un achatamiento cultural, inducen a una mediocridad que se propaga aun a los opositores o los ajenos al régimen. La ferocidad de las opciones constriñe los razonamientos y los discursos alternativos. El saber y la tolerancia son construcciones sociales frágiles que germinan mejor en suelo fértil. Las opciones de blanco o negro, inexorables en dictadura, son una regresión en democracia.

Bueno es que la sociedad esté madura para consensuar el rechazo al autoritarismo, ocasión propicia para que se siga polemizando acerca de todo lo demás. Si se permite ironizar apenas, enaltecer al general San Martín no obliga a aceptar la historia de Mitre o la de José María Rosa, decretar que la Logia Lautaro era un centro de excelencia o imponer como obligatorias para los pedagogos las enseñanzas del prócer a su nieta.

Un edificante, irrenunciable, acuerdo básico debe (debió, deberá) ser disparador de un abanico de análisis y polémicas. Poco aporta en ese rumbo (más allá de la pertinencia o no de lo que se decidió) una resolución de las habituales. Contra reloj, de parado y con alegatos despiadados de oficialistas y opositores.

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