EL PAíS • SUBNOTA › VICTORIA RANGUGNI
› Por C.A.
Una de las primeras tareas del equipo de investigadores de Intercambios fue la de intentar aclarar qué es exactamente la pasta base de cocaína (PBC), o paco. Tal como ocurrió en otras investigaciones sobre usos de drogas, fueron los usuarios los que demostraron tener más conocimiento sobre lo que fuman, y no los expertos o profesionales que desde su área trabajan en la problemática. El consenso de los fumadores de paco es que lo que aspiran de las pipas a las que cargan con una dosis para un “subidón” de pocos minutos es el desecho de la producción de cocaína. Para los expertos es notorio que, entre todos los operadores del sistema que trabajan cerca de consumidores de paco, quienes más ignoran la realidad son los funcionarios judiciales. Victoria Rangugni, licenciada en Trabajo Social y master en Sociología del Derecho, coordinó el estudio de la Asociación Intercambios y cuenta cómo en ellos “lo que prima es la ignorancia”. “Fui a una cárcel a hacer una entrevista sobre uso inyectable, donde tienen una unidad especial de rehabilitación de usuarios de drogas, y pregunté qué sustancias consumían las personas que estaban ahí. La que estaba a cargo me respondió: ‘Heroína y LSD’. Nunca puede haber ese tipo de drogas caras y sofisticadas en una cárcel. Esa es una figura exacerbada de ignorancia, pero pasa todo el tiempo.”
–Entonces, ¿el sistema judicial es el más ajeno a lo que pasa?
–Creo que sí, porque el sistema de salud con su lógica de descentralización tiene lugares en los barrios y contacto con el tema. El Poder Judicial siempre está puesto a resolver problemas que no le competen. Los que tienen un poco de vergüenza dicen que no saben.
–¿Cuáles son los síntomas del Estado que no sabe?
–Lo que resulta preocupante es que se ve este problema como “tan grave” que no puede hacerse nada. Todo es alarma social. En las entrevistas que hicimos a funcionarios o técnicos, cuanto más lejos estén del territorio más aparece esta alarma indiferenciada. Las personas que están en la calle –agentes sanitarios, sacerdotes, trabajadores sociales– se ven obligados a hacer algo: tratar de que los chicos que van al comedor consuman un poquito menos cada día, buscarles un lugar de internación: están al menos en la urgencia. Más lejos, sobre todo desde el Estado, se reproducen los estereotipos fantasmáticos que llevan a la parálisis.
–Entonces, ¿esta información es esperanzadora o es riesgosa?
–Es, como siempre, un arma de doble filo. Por un lado, el temor de que la recepción de este informe sea que la pasta base es como la marihuana y tiene uso recreativo, que obviamente no es así; y por otro, que se profundice en la visión demoníaca sin contemplar que existe la posibilidad de reducir sus daños. Con la política prohibicionista de drogas es muy discutible que se hable de cuidados.
–¿Pero mata?
–Claro, el uso de muchas drogas mata, los psicofármacos también. Pero además matan la pobreza, las malas condiciones de vida en las que los usuarios están consumiendo pasta base. No sabemos bien de qué se mueren esos pibes que están muy mal antes de consumir pasta base. Probablemente el consumo de paco acelera un proceso de falta de salud, de no tener contacto durante años con el sistema sanitario. Esos chicos si no se mueren de pasta base, se van a morir por el Rohipnol o de VIH. Las condiciones son tan precarias que la pasta los va a matar, pero los va a matar cualquier enfermedad.
–¿Cómo cree que reaccionará la clase media ante esto?
–Cuando el problema no se lo topa la clase media, es muy difícil instaurar una política de reducción de daños que implique que los chicos no se mueran. Mientras sean pobres los que consumen, se pueden seguir muriendo. Entonces, tal vez lo que ayude saber que la clase media también consume pasta base es que empiece a haber otras discusiones. Cómo tratarlos en las comunidades terapéuticas, en las obras sociales, y que el consumo se problematice no sólo como un hecho fatal para los pobres sino como un hecho a asumir por todos.
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