Jue 29.06.2006

EL PAíS • SUBNOTA  › OPINION

Regresiones y remembranzas

› Por Mario Wainfeld

El asesinato de Lucas Ivarrola, aún aliviado de ciertos datos hipermacabros que se mencionaron en un primer momento, estremece por su brutalidad, en especial por la regresión que implican muchas de sus circunstancias. Suboficiales de las Fuerzas Armadas masacraron a golpes a un joven, lo fusilaron y calcinaron su cadáver. La indefensión de la víctima, el ensañamiento de los agresores, la perversión de su conducta siendo uniformados evoca, así lo dijo la jueza que entiende en el caso, las prácticas de la dictadura militar. No incurre en una indebida exacerbación del caso quien subraya que el abuso de autoridad, el sadismo y hasta la desviación del poder estatal para fines privados remiten a una triste tradición en la Argentina. Las resonancias históricas del crimen son inevitables.

Desde luego, lo ocurrido no es la media de la conducta cotidiana de los integrantes de las Fuerzas Armadas, pero es válido entrever en las acciones de los sospechosos una memoria viva de la perversión, un modo de conducta que, en instancias límites, puede reproducirse. Quienes pregonan que toda acción reparadora, preventiva o crítica del terrorismo de Estado es una fijación en un pasado irrepetible, deberían repensar su punto: el pasado y el presente se imbrican permanentemente tanto como para que suboficiales demasiado jóvenes para haber participado del genocidio ejerciten saberes y desmesuras propios de años atrás.

En una medida muchísimo menor pero no irrisoria, el incendio de la vivienda de los homicidas por vecinos indignados también es un dato preocupante. Desde luego, aunque muchas crónicas y muchas propuestas legislativas prediquen lo contrario, los delitos contra la propiedad son menos graves que los que atentan contra la vida o la integridad física de las personas. La acotación parece redundante, pero no lo es tanto en un país donde la toma de una comisaría suscita (para algunos dirigentes políticos y para algunos medios) mucho más preocupación que el asesinato de un militante popular que la antecedió. Pero, hechas estas prevenciones, es claro que la justicia por mano propia, ejercitada entre personas del mismo tramo social (ciertamente no el ABC1) es a su turno una regresión. Nada las justifica, pero son aún menos digeribles cuando los sospechosos están apresados y la Justicia cumpliendo su desempeño. No hay delito precedente que justifique esa desmesura.

La sociedad argentina generó formidables respuestas a la violencia pública o privada. Los organismos de derechos humanos han sido vanguardia de esos comportamientos democráticos y surtidos grupos de interés u ONG siguieron sus pasos y honraron su ejemplo. Buscar justicia por los caminos legales, apelando al debate público, litigando en tribunales o interpelando a las autoridades ejecutivas han sido una virtuosa constante que excluyó casi por completo algún gesto de violencia.

Los desbordes sucedidos ayer en Moreno quizá no sean del todo evitables, pero eso no niega la necesidad de cuestionarlos o cuando menos de tomar distancia de ellos. La salvedad, que también da la impresión de ser obvia, no lo es tanto pues es entusiastamente soslayada por numerosas coberturas mediáticas, en especial las realizadas en vivo por medios electrónicos, demasiado complacientes con la intemperancia. Tanto que parecen inclinarse a hacer la apología de ese momento de violencia injustificable, bajo el artificioso, demagógico, pretexto de estar acompañando “la bronca de la gente”.

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