EL PAíS • SUBNOTA
› Por H. V.
Una mala y una buena noticia. La mala: el ministro de Justicia y Derechos Humanos, Alberto Iribarne, querelló por calumnias e injurias al ex Secretario Ejecutivo de la Unidad Especial de Investigación del Atentado contra la AMIA, Alejandro Rúa, pese al compromiso asumido por el Estado Nacional ante el Sistema Interamericano de Protección a los Derechos Humanos de despenalizar esos delitos cuando se cometieran contra funcionarios públicos. Lo asesoró para presentar la querella el Secretario de Derechos Humanos y profesor titular de Derecho a la Información en la carrera de Comunicación de la UBA, Eduardo Luis Duhalde.
La buena: el juez federal Daniel Rafecas rechazó la querella por inexistencia de delito sin siquiera abrirla a prueba y ratificó que la crítica a los funcionarios públicos es esencial para el sistema democrático. Es decir que si un poder del Estado atropella una libertad esencial como es la de expresión y lo hace por medio de los principales funcionarios que deberían defenderla, hay otro capaz de poner las cosas en su lugar, en un plazo de notable brevedad. Rafecas fue designado por el actual gobierno, en octubre de 2004.
El origen de la querella fue un reportaje concedido por Rúa al diario La Nación, que lo publicó en su suplemento “Enfoques” el 26 de febrero de 2006, con el título “Cayó el impulso en la causa AMIA”. Allí el ex funcionario dijo que a partir de la asunción de Iribarne como ministro, se produjo no un cambio de rumbo pero sí “un cambio de impulso” en la causa, “una disminución en el avance del proceso que realizábamos”.
–En este cambio de impulso del Gobierno, ¿tiene algo que ver el hecho de que Iribarne fuera viceministro de Interior con Carlos Ruckauf y luego con Carlos Corach? Usted pidió investigar a Corach en el encubrimiento –preguntó el periodista Jorge Urien Berri.
–Había antes una política, y ahora hay otra distinta. No es la que propusimos. Hubo cambios de criterio. Tras la partida de Rosatti, quien respaldó a esta Unidad, advertí que sus propuestas no tenían el mismo apoyo con el actual ministro. También hubo desinteligencias en el trámite del pedido de juicio político a Bonadío, pues quedó en la Comisión de Disciplina del Consejo de la Magistratura –contestó Rúa.
Ante la reacción enfurecida de Iribarne, quien anunció que querellaría a su subordinado, Rúa le envió una nota explicatoria. El ministro no se dio por satisfecho y le dictó el texto con el que se conformaría: Rúa debía decir que no le imputaba la comisión de ningún delito ni ponía en duda su honor. Rúa también lo firmó. Sin embargo Iribarne, asesorado por Duhalde, insistió con su querella. Al desestimarla, el juez Rafecas sostuvo que la visión divergente de ambos funcionarios sobre la elección de los medios más idóneos para dar mayor impulso a las investigaciones “es el eje de todo debate político, constitucionalmente tutelado como esencia del sistema democrático”. Citó el fallo de la Corte Suprema de Justicia en el caso Cancela, según el cual las críticas al ejercicio de la función pública “no pueden ser sancionadas aun cuando estén concebidas en términos cáusticos, vehementes, hirientes, excesivamente duros o irritantes”. Según el juez, no fue el entrevistado sino el periodista quien mencionó la relación de Iribarne con Rückauf y Corach y la solicitud de Rúa para que se investigara por encubrimiento al ex ministro del Interior con el que colaboraba Iribarne durante el gobierno de Carlos Menem.
Iribarne había planteado que como Rúa era un funcionario público y no un periodista, no podía ampararse en el derecho a la libertad de expresión. Con otra cita de la Corte Suprema (esta vez en el caso Pandolfi vs. Rajneri, de 1997), Rafecas dijo que no importa “la calidad de periodista o político del querellado”, ya que la protección constitucional a la libertad de expresión depende de “las condiciones que rodean a quien es objeto de la noticia y no al sujeto que la propala”. Es decir, lo decisivo es el carácter de funcionario público de Iribarne y no de Rúa.
Con ese mismo criterio, en los últimos días del gobierno de Carlos Menem, en 1999, la Argentina se comprometió ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos a despenalizar las calumnias e injurias cometidas contra funcionarios públicos. El proyecto impulsado por la extinta Asociación Periodistas fue rubricado por legisladores del PJ y la UCR. Fernando de la Rúa habilitó su tratamiento en sesiones extraordinarias del Congreso, pero quedó en un cajón cuando uno de los fundadores de Periodistas, Joaquín Morales Solá, descubrió la compraventa de votos en el Senado para sancionar la ley de precarización laboral. Adolfo Rodríguez Sáa volvió a firmar el mismo proyecto durante su efímera presidencia, Duhalde lo tenía con dictamen favorable en su escritorio cuando debió acortar su mandato y el presidente Néstor Kirchner se comprometió a impulsarlo. Incluso fijó la fecha del 3 de mayo, día internacional de la libertad de prensa, para firmarlo. Que pese a todo ello el ministro de Justicia impulse una querella contra quien lo critica y que el catedrático de derecho a la información que debería encargarse de velar por los derechos humanos lo asesore parece un homenaje a Les Luthiers, en uno de cuyos viejos espectáculos un sargento de caballería era designado ministro de Cultura en la vecina República de Feudalia. La precisa resolución de Rafecas restablece la calidad institucional avasallada con tanta ligereza como ignorancia.
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