EL PAíS • SUBNOTA › OPINION
› Por Mario Wainfeld
Las Cumbres presidenciales de estos años en América del Sur tienen la característica (que el cronista considera virtuosa) de poner en escena buena parte de lo que se conversa, se dirime o se acuerda. Los intereses son extrovertidos y también los estilos, los tics y las ansias de liderazgos de los presidentes. A dichas cumbres no les calza la, también epocal, expresión “se juntaron para la foto” que en argot argentino es sinónimo de armado de un simulacro. Lo que se ve es una fracción muy atendible de lo que se pone en juego.
La polémica entre los cancilleres de Argentina y Uruguay no escapa a esa regla. Su peculiaridad es poner de manifiesto un momento en las relaciones de dos países limítrofes, histórica y culturalmente muy cercanos. No es el caso de buscar records ni de recorrer libros de historia contra el cierre de un diario pero baste decir que, seguramente, es el más drástico intercambio de reproches entre representantes de los dos países en toda la era Mercosur, acaso en la totalidad de los siglos XX y XXI.
Esa esgrima verbal se suma a un hecho totalmente inédito que es el haber recurrido al Tribunal de La Haya para judicializar un entuerto político.
Ese escenario, signado por la intransigencia y la falta de aptitud para negociar, fue construido a ambas márgenes del río. Ambos gobiernos fueron, bien mirados, cabezas de coaliciones que no supieron o pudieron conducir. El argentino se dejó conducir por la protesta vecinal de Gualeguaychú a la que todo concedió, incluida la apelación a una instancia judicial patética, sin conseguir encauzarla ni moderarla.
El gobierno uruguayo funcionó a menudo minimizando a niveles irrisorios su poder soberano. No como si fuera un Estado que realizó concesiones a empresas extranjeras sino como integrante (no necesariamente socio mayoritario) de una joint venture con la empresa Botnia.
Esa competencia de delegaciones excesivas se fue degradando al nivel de intransigencia actual en el que sólo hablan los abogados y los cancilleres intercambian reproches. El argentino Jorge Taiana y el uruguayo Reinaldo Gargano no revistan entre los halcones de los respectivos “bandos”. Antes bien sus intervenciones (hasta ayer) fueron, dentro de lo posible, templadas. Pero los dos son orgánicos de sus gobiernos y profesionales. La energía de sus invectivas, viniendo de las bocas que vienen, prueba que se ha llegado a un estadio penoso. Tanto que el hecho opaca hasta casi oscurecer un promisorio anuncio de ayer en Río de Janeiro: la aplicación de un fondo para compensar asimetrías a favor de los socios “chicos” del Mercosur. El monto, seguramente, será tildado de insuficiente desde los países beneficiarios. Pero su dimensión (muy accesible para el actual estadio de las economías de Argentina y Brasil) da la pista acerca de cuán factible es mejorar, de modo tangible, las relaciones entre los socios del Mercosur. Una chance coyuntural, tal vez única, obstruida y afectada por el contencioso del río Uruguay.
Río de Janeiro fue testigo de otro episodio infausto de esta saga. Un consuelo menor e insuficiente, que sólo es medida de la magnitud de los disparates comunes: por lo menos esta vez se discutió en el suelo de la patria grande común, en el idioma que hablamos casi igual. Y no con los dos en condición de visitantes, con representantes disfrazados de abogados europeos y hablando en inglés.
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