EL PAíS • SUBNOTA › OPINION
› Por Mario Wainfeld
Enarsa-Pdvsa, Astilleros Río Santiago, Telesur, la compra de bonos al por mayor, SanCor, los gasoductos... la nómina podría seguir pero para muestra es suficiente. La agenda argentino- venezolana (la que trajinan de este lado Néstor Kirchner y a menudo Julio De Vido) es la más profusa de toda la historia compartida. Las menciones a la Patria Grande y al legado bolivariano, propias de la tradición nacional popular, son resucitadas en el siglo XXI. El rescate tiene su encanto pero es impreciso. Las consignas remiten a tiempos de mucho menor entrecruzamiento entre intereses y valores, a coyunturas no homologables con la actual. La perspectiva (para nada la certeza ni la facilidad) de un proceso de integración que no se cimiente sólo en las banderas compartidas o en revoluciones exportadas sino en la sinergia de las economías tiene escasos precedentes, si es que los tiene.
El marco de referencia general combina una etapa política de cambios en Sudamérica, una época fastuosa para los precios de las commodities, la emergencia de la riqueza gasífera en Venezuela y Bolivia.
Hugo Chávez es un factor adicional en ese contexto. No es la primera vez que su país se beneficia por la bonanza petrolera, pero sí es primicia la vastedad del proyecto político que encabeza el presidente venezolano, valiéndose de su riqueza coyuntural.
En algo tiene razón el Departamento de Estado: la gran novedad de la etapa es Chávez, su decisión política, su ímpetu. Su decisión estratégica de sumarse al Mercosur implica tanto un salto de calidad en el proceso de integración cuanto una crisis.
Menudo socio se han echado encima los presidentes Lula da Silva y Néstor Kirchner, quienes, con tino, han preferido el riesgo de tener un aliado potente, rico e indómito a incurrir en el doble error de perdérselo y dejarlo suelto.
Algo en común tienen los mandatarios de Argentina, Brasil y Venezuela: todos se proponen representantes de un cambio de época y se autocondenan a ser juzgados en función de cuánto mejora la condición económico-social de sus conciudadanos. Llámelos populistas, si usted elige nombrar así a quienes procuran el consenso por vía de la satisfacción de las necesidades inmediatas de sus votantes. Y reserve otro adjetivo-sustantivo para quienes difieren el progreso material al futuro remoto o lo supeditan a otras variables previas: la grandeza de la patria, la construcción de la industria pesada, el respeto de la comunidad financiera internacional o tantos etcéteras.
Sujetos al escrutinio cotidiano de sus sociedades, los gobiernos de la región tratan de gerenciar las sociedades con sus vecinos. La inestabilidad política les complica la tarea. También la empiojan diferencias abismales entre las respectivas políticas domésticas. Tuvo su cuota de razón, entonces, Kirchner cuando despotricó ayer (ver nota central) porque se lo describe como una suerte de celador de Chávez. Se trata de un simplismo, propagado por quienes hace apenas un ratito (antes del desembarco del embajador James Earl Wayne y de la visita de la empinada comitiva norteamericana a estas pampas hace un par de semanas) se preguntaban si Kirchner era idéntico a Chávez o aspiraba a serlo.
Claro que, si se pusiera una mano en el corazón, Kirchner debería aceptar una parte de razón en el argumento que refutó. Una de sus tareas en su new deal con Chávez es, efectivamente, poner dique a sus desmesuras, sus desafíos a interlocutores muy grandotes. Hacerle notar, con la delicadeza del caso, que su imagen corporal no siempre se ajusta a los hechos. Esa labor, como los negocios, como la conformación del nuevo Mercosur, es un tejido político complicado que tiene mucho de ensayo y error. La política de la región, sujeta a cien riesgos, incluidos la inexperiencia o la torpeza de sus protagonistas, es (por suerte) más sofisticada que muchas de las crónicas que las relatan.
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