Dom 25.03.2007

EL PAíS • SUBNOTA  › SOBREVIVIENTES DE LA PERLA

Memoria individual, memoria colectiva

Cuatro sobrevivientes que fueron el motor de la recuperación del centro, desgranan la emoción de un día de contradicciones: el dolor de revivir su historia, la alegría de ponerla como legado.

› Por Marta Dillon

Como si el tiempo les hubiera concedido un intervalo por el cual colarse y despojarse de sus canas, sus arrugas y sus cicatrices, Susana Sastre, Liliana Callizo, Mirta Iriondo y Piero Di Monti volvieron a ser jóvenes apenas dejaron el inmenso predio de La Perla, el lugar donde estuvieron cautivos, desaparecidos para quienes los buscaban fuera de esa realidad suspendida de tortura y muerte en la que pasaron entre 8 meses y dos años. Las chicas se tomaron de las manos como adolescentes, a pesar de sus más de cincuenta. Los varones que las acompañaban no atinaron más que a convidarles caramelos. Piero apenas pudo descontracturar un poco su figura de traje empapado por la lluvia persistente, que como una conjura no dejó de caer desde que el sábado despuntó en Córdoba. Algo habían dejado dentro de “la cuadra”, algo que les permitió volver a cantar como entonces, cuando los días pasaban en semivigilia de una venda sobre los ojos que confundía tanto la luz como la conciencia, las canciones de Paco Ibáñez que alguna vez convirtieron en un lugar seguro esa colchoneta sobre el suelo que compartían espalda con espalda sin conocerse, sin saber que podían confiar unos en otros. Es contradictorio el sentimiento, insisten, porque la memoria en el cuerpo es más poderosa que en la palabra; pero, a la vez, ¿cómo no alegrarse de haber devuelto este lugar oscuro a la luz de miles de ojos para que sean ellos los que interroguen a esas paredes hasta que hablen, hasta convertirlas en patrimonio de la memoria colectiva?

Liliana Callizo tenía 21 años cuando supo quién era “la margarita”, ese aparato del que ahora apenas quedan los cables sueltos y atados en un nudo como si alguien hubiera querido estrangular el último vestigio activo de la picana. Era hippie, dice, y andaba en suecos cuando la chuparon. Le tomó un tiempo convertir ese detalle de coquetería en un arma de resistencia que llegó a empuñar contra sus captores, aun sabiendo que a su suerte ellos la tenían expropiada. Piero se apura a contarlo señalándose la calva: “¿Ves? Yo creo que ahí se ven dos marcas, la que me hicieron ellos y la que me dejó esta loca un día que revoleó su zapato contra un guardia que había intentado joderla”. Liliana era la de la voz privilegiada. “Yo cantaba y siempre me pedían otra”, asegura, aunque Susana Sastre retruque: “Vos te creías que cantabas a voz en cuello, pero yo, que estaba seis colchonetas más allá, siempre me quedaba con las ganas”. Es que cada uno, cada una, tiene un fragmento; piezas de un rompecabezas que sirvieron para armar el relato del cautiverio, para dar a los familiares de quienes todavía están desaparecidos una última postal de sus seres queridos. Y cada fragmento guarda como un hilo destinado a atarse con otro una verdad completa: “En ‘la cuadra’ (el galpón más extenso de las barracas que el presidente Kirchner acababa de recorrer) llegamos a ser más de 150, pero cada uno sabía lo que pasaba con quien compartía el tiempo espalda con espalda. Teníamos desconfianza, pero ese calor era suficiente para darnos cariño, para darnos fuerza”, dice Mirta Iriondo con su pelo largo y lacio peinado al costado, tan largo que la roba de la mujer de más de 50 que ahora es. Ella y Susana pueden reírse ahora de la ropa que estaban obligadas a vestir: minifaldas imposibles para ese encierro que regalaban a los que apenas podían moverse del suelo un panorama añorado por lo humano. “Era como ver un pedazo de cielo”, dice Piero recordando las piernas de sus compañeras vistas desde la inmovilidad del piso al que lo obligaban la tortura reciente y el miedo continuo. “Cuando te tocaba estar todo el tiempo echada, el punto de vista cambiaba tanto que yo me he reencontrado ahora con la Turca, una compañera a la que no había visto en 30 años y lo primero que le pregunté es qué le había pasado en las piernas. Para mí medía como dos metros, pero ahora que nos vimos las dos de pie me di cuenta de que era más petisa que yo”, cierra la anécdota Liliana, y sus compañeras se mueren de risa. Y se dan cuenta de la risa y se ríen otra vez: “Es difícil explicar lo que sentimos hoy, la única palabra que me sale es contradicción, tristeza por los que no están, por nosotras mismas; y también alegría por lo que recuperamos para todos”.

Pero ni siquiera esa contradicción es suficiente para opacar cierta alegría infantil por haber llevado –Mirta de un lado y Liliana del otro– al Presidente como si lo custodiaran, relatándole cada huella de las que todavía se podían advertir en ese predio que hasta hace una semana funcionaba como albergue de un regimiento de caballería. “Fuimos sus guardianas –dice Callizo con coquetería–, le mostramos la sala de torturas que ellos llamaban terapia intensiva, ‘la cuadra’, el lugar por donde entraban los camiones Mercedes-Benz en los que traían detenidos y que se llenaban para los traslados.”

–¿Tenían conciencia entonces de qué se trataban los traslados?

–Al principio, no. Al principio soñábamos que nos íbamos a ir volando como palomas. Yo –dice Liliana– estuve tres veces al pie del camión, no sé por qué me bajaron, quién dio la orden. Pero todos sin excepción estaban disponibles para el traslado.

–Es inolvidable ese silencio sepulcral del momento en que, mientras estábamos todos acostados, pasaban entre nosotros y tocaban a algunos para el traslado –agrega Susana–. Veías que le tocaba a alguien a tu lado y esperabas sentir el golpe. O escuchar tu número para saber que estabas en la lista.

El olor de la carne quemada por la electricidad, de los cuerpos que sudaban el ácido del dolor y el miedo; las botas, entre ellos. Todo eso pasa como una enumeración que se ha despojado de cierto lastre ayer, cuando en lugar de botas otros pies, muchos pies, con sandalias, zapatillas, con el barro que la lluvia insistió en fraguar durante todo el día, recorrieron ese piso al que una vez se aferraron por puro deseo de vivir.

–El piso –dice Piero–, el piso era fundamental. Porque teníamos la venda puesta todo el día y con la venda sólo espiabas por abajo. Yo vine desde Italia para estar hoy acá; entré y fui a buscar esa grieta que había sido mi único paisaje durante mucho tiempo. ¡Y había miles de grietas! Pero el piso ese era... es el mismo.

Ni siquiera el recuerdo de ese silencio previo a los traslados es capaz de borrar el ánimo de victoria –una victoria pequeña y domesticada, si se quiere– que significa para estos sobrevivientes la recuperación de La Perla. Tampoco la presencia de los custodios que les asignaron para protegerlos como la prueba concreta que son ellos mismos. Este es un momento que se hilvanará con lo que ansían: el momento de los juicios efectivos, con condenas ciertas, que es ahora el reclamo urgente. Pero nada ni nadie puede quitarles lo que acaban de vivir y cierta confianza teñida –en el caso de las mujeres– de una pizca de flirteo por haber caminado por el lugar de su cautiverio del brazo del Presidente: “Ya un gesto de cariño en este mundo tan duro significa algo, ¿no te parece?”, pregunta Liliana. “Hay un hilo generacional que nos une con él y nos permite creer que se puede vencer la impunidad –agrega Mirta–. Y eso que le grita adentro, eso no se puede despreciar”.

Cuando el viaje desde La Perla termina en el centro de Córdoba, y los cuatro que hablaron y se rieron se aprestan a bajar del micro como si fueran casi adolescentes otra vez, Piero se detiene un momento y enuncia una pregunta que le quema, aunque la respuesta ya se la hayan dado los miles de personas que desafiaron a la lluvia de pie este 24 de marzo: “Decime, por favor, ¿tiene sentido sobrevivir? ¿Sirve?”. Pero entonces sólo cabe la contrapregunta: ¿cuánto de estos últimos 31 años hubiera sido posible sin las voces de quienes vivieron para contarlo?

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