Jue 05.07.2007

EL PAíS • SUBNOTA  › OPINION

Para volver a creer

› Por Washington Uranga

La fase oral del juicio contra el ex capellán de la Policía Bonaerense, sacerdote Christian von Wernich, constituye un buen síntoma de salud institucional para el país y para la democracia. Es bueno para la Argentina que –más allá de todos los avatares transcurridos– se haya llegado hasta esta instancia. Que la Justicia y la Verdad se sitúen por encima de cualquier pretexto o presuntos resguardos basados en la portación de investidura es, de por sí, un hecho de fortaleza institucional. También es cierto que Von Wernich carga con un peso simbólico importante. Por esta misma razón, el proceso no sólo despierta expectativas, sino que genera alineamientos, reacciones y temores. El acontecimiento servirá, sin duda, para volver a replantear la responsabilidad de la Iglesia Católica, en particular de su jerarquía, en relación con las violaciones a los derechos humanos ocurridas durante la dictadura militar. Este sigue siendo un capítulo no cerrado. En principio, porque la autocrítica institucional eclesiástica fue realizada de modo tan acotado y lleno de matices que difícilmente pueda satisfacer a quienes, por distintas razones, resultaron víctimas del atropello criminal. Pero también porque –tal como en su momento lo hicieran determinados sectores de las Fuerzas Armadas– los altos mandos religiosos se cuidaron siempre de salvaguardar la integridad de “la institución”, aunque admitieran “los pecados de sus hijos”. Si bien la enorme mayoría de los obispos actuales apenas ingresaban en el ministerio sacerdotal en los años de la dictadura, y por lo tanto no tienen responsabilidades directas en los acontecimientos de los que se acusa a la institución eclesiástica, es sabido que el criterio corporativo de autodefensa todavía prevalece. Se trata del mismo criterio que inhibió a la Iglesia de formular una denuncia clara y contundente respecto de la actuación, ya no sólo de Von Wernich, sino de los capellanes militares en general. De allí también que adquiera mayor valor la presencia entre los testigos y aportantes a la causa de reconocidas figuras que forman parte de la Iglesia, en particular del obispo emérito de Viedma Miguel Esteban Hesayne. Por otra parte, el juicio al ex capellán de la Policía Bonaerense puede ayudar a acelerar el proceso promovido por el Gobierno (y admitido por los interlocutores eclesiásticos) que llevaría, a través de la reforma del acuerdo con el Vaticano, a la eliminación de las capellanías castrenses, por lo menos en la forma como se las conoce actualmente. Para aquellos que han venido denunciando la complicidad de la Iglesia Católica con los crímenes atroces de la dictadura militar –muchas veces sin atender a posiciones, actitudes y acciones diferentes dentro de la misma institución– el juicio puede ser apenas una hecho menor. Si bien atañe a una persona con investidura eclesiástica que puede llegar a ser penado por delitos de lesa humanidad, la sentencia quedaría muy lejos de satisfacer la demanda de una condena, que también consideran necesaria, al rol jugado institucionalmente por la Iglesia Católica. No sería extraño que nadie quede finalmente satisfecho con el fallo. Sin embargo, que la Justicia actúe, que se aporte verdad ante crímenes imprescriptibles y se condene a los responsables, en cualquier grado y sin importar la investidura, es siempre un triunfo para una sociedad que necesita rescatar valores. Y volver a creer en ellos.

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