EL PAíS • SUBNOTA
› Por Mario Wainfeld
El informe elevado a la Corte Suprema por la Unidad Fiscal de Coordinación y seguimiento de las causas por violaciones a los derechos humanos (UFC) es un inventario de juicios empantanados (ver nota central). Los motivos de la parálisis son variados, pero priman las fallas humanas.
La UFC forma parte de la Procuración General, que conduce a los fiscales federales. De ellos, diseminados en toda la geografía nacional, proviene la información.
El documento provee a la Corte de data que ésta podía entrever, pero no conocer en detalle. El Poder Judicial no es vertical; su cabeza no recibe información regularmente de los tribunales inferiores. El federalismo añade confusión con su maraña de competencias.
El primer mérito del documento es darle publicidad a una situación compleja, preocupante, conocida en general pero escasamente documentada por organismos oficiales.
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Muchos factores complican el avance de los juicios en los que se investigan los crímenes del terrorismo de Estado. Las idas y vueltas institucionales, los renuncios de varios gobiernos determinaron que se archivaran los expedientes, luego reabiertos.
Los testigos se han visto obligados a repetir sus declaraciones, tres décadas después de los hechos.
Los expedientes han ido brotando en buena medida como flores silvestres sin ninguna ingeniería que evitara repetir hasta el hartazgo audiencias y pruebas.
La logística de los tribunales federales o provinciales no basta para gestionar centenares de juicios orales y públicos.
Las agencias de seguridad no tienen suficientes efectivos para proteger a los testigos, quienes (además) usualmente desconfían de los uniformados con sobrados motivos. Y, además, hay protagonistas decisivos que desean impedir (o al menos dilatar todo lo posible) la búsqueda de verdad y justicia ante los estrados.
En ese contexto llega el material de la Procuración General.
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Hablamos de procesos que no son, ni fueron nunca, juicios comunes. Los testigos, la UFC lo asume, son casi todos víctimas del terrorismo de Estado, lo que los hace acreedores de una tutela especial. Las autoridades públicas deben velar doblemente para que no sufran un nuevo escarnio.
La desaparición del testigo Jorge Julio López fue un punto de inflexión que propagó temor entre sus pares, víctimas y declarantes. Anteayer se presenció en La Plata un ejemplo de sadismo facilitado por un sistema imperfecto. El sacerdote Christian Von Wernich denunció a un testigo de cargo y se quedó para mirarlo fijamente mientras testimoniaba. Una mínima infraestructura (uso de la cámara Gesell, sugiere la Procuración) podría haber ahorrado esa escena perversa.
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El dictamen, aunque propone esfuerzos compartidos por distintas instituciones, es básicamente un mapa del Poder Judicial. Cientos de expedientes dormidos son un síntoma de denegación de justicia. Los motivos de la rémora pueden ser varios, sinteticémoslos por orden creciente de gravedad: la falta de aptitud de magistrados conservadores para adecuarse a una situación novedosa, la desidia o el obstruccionismo liso y llano. Esos factores no tienen por qué darse separadamente o en estado puro, ni siempre es sencillo determinar cuál prima. Claro que hay ejemplos que facilitan la taxonomía: la Cámara Federal de Casación Penal no deja dudas, lo suyo es interferir la justicia. Su postura ideológica, conocida, se traduce en mil ripios, el más obvio es diferir eternamente las decisiones. El Consejo de la Magistratura inició juicio político contra Alfredo Bisordi, el peor de los casadores. La siesta eterna sobre los expedientes no ha cesado.
Otros bretes son más chúcaros para clasificar: pueden deberse a dolosa mala leche o a un formalismo culpable, que es moneda corriente en los tribunales. El informe que comentamos reseña uno, que cualquier litigante conoce y soporta: el envío del expediente principal cuando es preciso examinar alguna de sus partes. Las idas y vueltas son lentísimas, en el ínterin se frenan todos los trámites. Recaudos sencillos como la remisión de fotocopias no integran las costumbres de los magistrados. Esa tendencia infausta puede garantizar irresoluciones eternas si se combina con recusaciones articuladas por letrados astutos y excusaciones de jueces demasiado puntillosos o cobardes.
La proclividad burocrática, más vale, no lo explica todo. Hay una extendida aquiescencia a las excusaciones sin sentido. Rescatemos una de tantas perlas del informe: un juez de Paso de los Libres se excusa por ser “pariente del padre” de un acusado, un prominente empresario local. Héte aquí que las causales de excusación son taxativas, se restringen a grados de parentesco fijados con precisión. No es serio, no es honesto que un magistrado se saltee esos recaudos invocando algo muy parecido al compadrazgo. Tampoco es admisible que otros lo acepten graciosamente. En ciertas latitudes “todos conocen a todos” y, en correlato, “todos protegen a todos”.
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En los años recientes el Estado recuperó poder, pertinencia e incumbencias. El privatismo irresponsable de los ’90 cedió paso a un activismo mayor, deseable. Pero, muy a menudo, los cuadros y las estructuras públicos no capacitan para sus misiones reasumidas. La venta de las empresas públicas fue sólo un tramo del desguace estatal, también se lo privó de herramientas y de elencos capacitados, imposibles de regenerar de la noche a la mañana. En una coyuntura de crecimiento económico no es un disparate decir que a veces es más fácil conseguir dinero que otros recursos.
El Poder Judicial no tiene por qué estar exceptuado de esa regla. Constitucionalmente, la Corte no tiene facultades para imponer conductas a jueces y Cámaras. Como se dijo, tampoco cuenta con información fluida sobre lo que pasa en los tribunales. Por eso, aun si compartiera ciento por ciento el diagnóstico de la Procuración y quisiera poner manos a la obra, no podría cambiar de golpe el escenario.
Pero sí le cuadra el deber de hacerse cargo de la situación con inventiva y creatividad. Vaya si las tuvo cuando interpeló a otros poderes del Estado, en el juicio sobre el reajuste a las jubilaciones o en la causa del Riachuelo. Ahora se le abre la oportunidad de mirar la casa propia y de articular mecanismos dentro de sus limitaciones.
Es una tarea peliaguda, es ineludible para impedir un nuevo avasallamiento de los derechos de las víctimas del terrorismo de Estado.
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