EL PAíS • SUBNOTA
› Por Mario Wainfeld
Cristina Fernández de Kirchner ya se había apartado del manual de estilo de la diplomacia cuando habló de “basural de la política”. Néstor Kirchner lo hizo trizas cuando le habló al embajador norteamericano, desde una mesa de Costa Salguero. La irrupción del ex presidente tuvo el sello de su oratoria: fue tumultuosa y premeditada. Kirchner terminó de agregar otro eje a la discusión del caso Antonini Wilson, lo politizó.
Los Kirchner consiguieron varios objetivos, el primero fue alinear su frente interno, más allá de sus querellas, algunas de las cuales se reseñan en la nota central. La segunda fue interpelar a la opinión pública, tratando de reinstalar el escenario generado durante la negociación de la deuda externa. Polarizar contra Estados Unidos en la Argentina es, de ordinario, una apuesta favorable. Desde la crisis de 2001 es casi leonina, muy a favor. Sólo en 1945 la opción Braden o Perón dividía la sociedad en dos partes más o menos similares y aun en ese momento no iguales. Para muchos opositores es un brete emparentarse con los Estados Unidos o postular la excelencia de sus instituciones, mientras sigue la ocupación en Irak y se revelan más escándalos y mentiras de la administración Bush. Elisa Carrió saltea ese problema, maximizando su actitud opositora al Gobierno: todo lo que se enfrente a él pasa a ser convalidado, desde “el campo” a la Justicia norteamericana, pasando por los militares humillados. Pero ese alineamiento indoblegable no es digerible para los radicales, para Roberto Lavagna o para el ARI disidente.
Más allá de la astucia táctica, la movida del Gobierno tiene una cuota de razón. Nadie puede alegar sin ruborizarse que el FBI o el sistema político en Miami son ejemplos de excelencia institucional. No lo son ahora, cuando la lucha contra Al Qaida derivó en una legislación salvaje y antigarantista. Tampoco lo eran diez, veinte, cuarenta o cincuenta años atrás, como sabe cualquier lector de diarios o cualquier aficionado al cine que haya visto portentos de Hollywood como El Padrino II o JFK.
Echar luz sobre la intervención norteamericana, diga lo que diga la oposición, es razonable. Y el apego a las instituciones obliga a cuestionar que, por razones de política interna, se sustraiga a Antonini Wilson del imperio de la Justicia argentina.
El costado político del tema no es, pues, una cortina de humo. Pero tampoco lo es el caso en sí mismo. El FBI o los fiscales en cuestión merecen vivir bajo sospecha pero nadie, sin ruborizarse, puede presumir que ellos “plantaron” a Antonini en el avión pagado por Enarsa. Faltan explicaciones oficiales, faltan las palabras de Claudio Uberti y Exequiel Espinosa.
Si se mira en detalle el episodio, se desdibujan sus lecturas más maniqueas, emanadas desde las dos trincheras. Básicamente, el Gobierno hizo algunas cosas mal y otras bien (descubrir la valija, retener su contenido) lo que debería inducir a matizar los respectivos panfletos.
En algo coinciden las dos campanas: en escandalizarse porque el valijero plurinacional no esté en la Argentina. La oposición reprocha al Gobierno porque lo dejó salir. El Gobierno apostrofa a la Casa Blanca, clamando por “el prófugo”. Más allá de que no sería sencillo probarle contrabando (se discute en doctrina si existe contrabando de dinero) o lavado (delito que exige un ardid para blanquear la plata en el circuito legal, hecho que no ocurrió) todos deberían acomodarse a la idea que será Estados Unidos el que birle la presencia del hombre. Así lo hará, no por estar ofendido con Argentina sino porque (desde siempre) coloca las incumbencias del FBI por encima de la cooperación internacional.
Si se aguza el oído, las dos campanas resuenan desafinadas. Eso sí, meten mucha bulla.
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