› Por Javier Lorca
“En cuanto el acontecimiento mismo, en su obra parece un rayo que cayese de un cielo sereno.” El acontecimiento al que –con esas palabras– se refería Karl Marx en El 18 Brumario de Luis Bonaparte era el golpe de Estado de 1851, en Francia. Y la obra, Napoléon le Petit, del gran Víctor Hugo. Con irónica y respetuosa observación, Marx le cuestionaba al escritor su incapacidad para leer los hechos sociales y su facilidad para, consecuentemente, sorprenderse por sucesos que respondían –ésa era la fe del filósofo alemán– a la lógica de la historia.
Asumiendo una intensa autocrítica, intentando saldar una de las grandes deudas de las ciencias sociales vernáculas, los autores de Los lentes de Víctor Hugo se ponen aquel sayo legado por Marx. “Si nosotros pudimos escribir... que la política parecía haber resurgido en la Argentina de fin del 2001 ‘de repente’, si nosotros (los cientistas sociales, los politólogos) todavía no terminamos de salir de nuestro asombro frente a lo que ocurrió, es porque también nosotros estábamos mirando mal, con los lentes equivocados o simplemente para otro lado”, escriben Eduardo Rinesi y Gabriel Nardacchione en el ensayo que inicia y enmarca el libro.
La metáfora de los lentes, pese a sus limitaciones –la principal: sostener la escisión política entre el académico de gafas y la sociedad–, les permite a los autores recorrer productivamente hacia atrás las últimas dos décadas y media de historia argentina, en busca de las deficiencias en la confección de los cristales. Así encuentran que, en la posdictadura, “la transición a la democracia... fue el problema que formateó, que in–formó a la ciencia política como disciplina”, dándole tareas y categorías, pero marcándole también fronteras. La transición se concibió como un camino hacia un “sistema de reglas de juego” y la mirada se concentró en el régimen político. Si eso fue lo que se estudió, lo que quedó –para seguir con la metáfora– fuera de foco fue un amplio conjunto que incluyó, flagrantemente, al Estado, quizás el gran tema durante los ’60 y ’70: “Este abandono tuvo severas consecuencias teóricas y políticas –señalan Rinesi y Nardacchione–. El problema no es que la ciencia política argentina, en su entusiasmo por pensar el problema de la transición a la democracia, se haya privado de tener una buena teoría acerca del Estado, del capitalismo y la dependencia, sino que esa ciencia política, en su entusiasmo por olvidar los problemas del Estado, del capitalismo y la dependencia, se privó de una tener una buena teoría... sobre la transición a la democracia”.
Tal abandono conceptual volvió a repercutir en los ’90 cuando las ciencias sociales apenas fueron capaces de murmurar mientras se producía la reforma neoliberal del Estado. En simultáneo, al elegirse iluminar el sistema de juego, “la propia política comenzaba a pensarse como una actividad vinculada al mundo de las instituciones y las estrategias” de un conjunto específico de actores (los políticos), “dejando fuera de sus límites las acciones, los avatares y los padecimientos de los hombres y mujeres que viven sus vidas fuera de las zonas más visibles de esas instituciones”: es decir, el pensar a los actores políticos descuidó a los sujetos sociales, abonó la brecha entre representante y representado. Vacía de contenido social, esa política fue tomada, se produjo “una perfecta colonización de la política por la economía”.
La primera serie de artículos incluidos en Los lentes de Víctor Hugo aspira, de algún modo, a volver sobre las heridas que el menguado pensamiento de la política dejó abiertas. Dos artículos buscan las raíces del neoliberalismo local: Matías Muraca analiza los proyectos de tres ministros de Economía, Martínez de Hoz bajo dictadura, Grinspun y Sourrouille ya en democracia; y Sergio Morresi se centra en el gobierno de Menem, cuestionando el lugar común del “achicamiento del Estado”. Otros dos textos indagan el fracaso de las experiencias “progresistas” de los ’90, víctimas de la misma pobreza conceptual: Damián Corral sigue el derrotero de Chacho Alvarez, destacando el tipo de liderazgo que encarnó, y Beatriz Alem investiga la caída del Frepaso a la luz de la endeble identidad que había construido.
Otra tanda de artículos se dirige a dónde los politólogos “deberían haber estado mirando” si hubieran tenido los lentes adecuados, los que les habrían permitido inteligir la crisis que culminó en 2001. Por caso, el conjunto de luchas iniciadas una década antes “contra la brutalidad del ajuste estructural” y las “nuevas formas de protesta” encabezadas por las clases medias urbanas; así como “los ámbitos de la cultura masiva y de la comunicación política” donde se gestaba “una retórica antipolítica” de “signo ideológico multívoco”, con hegemonía de “la derecha empresarial y televisiva más pedestre y más elemental”. En esa senda, Germán Pérez intenta abarcar los fenómenos de rebeldía popular, vinculando la movilización social con el régimen político; Mora Scillamá vuelve sobre las limitaciones conceptuales de la ciencia política ante la crisis y se aboca a desentrañar los sentidos de la insurrección; y Hervé Leclerc indaga las continuidades históricas recuperadas el 19 y el 20 de diciembre a partir de los ecos de una consigna (“¡Presente, ahora y siempre!”). Finalmente, los dos últimos textos del libro, el de Juan Pablo Cremonte y el de Rinesi y Gabriel Vommaro, piensan lúcidamente la reconfiguración política posterior a la crisis y examinan las particularidades del liderazgo de Kirchner como “un hábil administrador de pasiones”.
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