› Por Javier Lorca
Con inusual diversidad crítica para un campo donde predomina la sedante disciplina del maniqueísmo, la revista Lucha Armada cumple su cuarto año de continuo asedio a la historia de las organizaciones políticas, sus modos de militancia, sus ideologías, en los ‘60 y los ’70. Este 10º número se abre con un artículo de Luis Alberto Romero que debe invitar a la polémica. El historiador escribe sobre el rol que asumió en la reconstrucción de la democracia la “versión principal del pasado” construida mediante el Nunca más. Su hipótesis es que la memoria de la dictadura sintetizada en el informe de la Conadep, junto a “su contraparte, la imagen de la democracia como panacea” (resumida por aquellas palabras de Alfonsín sobre las virtudes nutritivas, pedagógicas y sanitarias de una forma de gobierno), conformó un tipo de ciudadanía caracterizado por cuatro rasgos: “Fue una ciudadanía crónicamente desilusionada, intermitente en su interés, más consciente de sus derechos que de sus deberes y crecientemente intolerante”; rasgos que estarían vinculados con el desarrollo de una memoria “libre del control de una reconstrucción más rigurosa del pasado”, ésa que sería tarea del historiador. Pero el autor no alcanza a esbozarla, apenas a reclamarla, después de advertir que “desde fines de los noventa, nuevas imágenes del Proceso se constituyeron junto a la principal, desarrollando algunos aspectos de aquélla y contradiciendo otros”, cimentando la aparición de tres formas de la memoria: una “memoria militante”, que recuperó el ideario político de la víctimas; una memoria de “los partidarios de la dictadura”, y una “memoria rencorosa” que atribuye a quienes “encontraron en esos juicios retrospectivos la forma de construirse un pasado militante” –donde Romero ubica a los Kirchner–. Obviando ahora demasiados aspectos controvertidos, así como una denominación equívoca que sugiere la incierta posibilidad de una memoria sin afecto, de la última caracterización deriva una advertencia productiva del autor sobre “la inocencia de la sociedad, con la sola excepción de los culpables”, un planteo que omite que “la violencia política, asociada con la eliminación física del adversario, estaba plenamente instalada en amplísimos sectores de la sociedad argentina”.
Cuestión cara a la tradición de la revista, varios artículos de esta edición versan, de un modo u otro, acerca de la cultura de la violencia y su incidencia en la historia de los ’60 y ’70 –una ampliación de la mirada que, como señala Daniel Mundo en uno de esos textos, “no resta ni un milímetro de la responsabilidad política y moral de los militares y sus acólitos civiles”–. Alejandro Cattaruzza enfoca su análisis de la relación entre cultura y política durante el período en la militancia juvenil, un fenómeno “que desbordaba los límites de los grupos políticos” y que, a diferencia de su manifestación pacifista en los países centrales, en Argentina se asoció a convicciones sobre la injusticia del sistema social y su violencia primordial y, por tanto, sobre la necesidad de enfrentarlo con la lucha armada. Mario Betteo reflexiona sobre la justicia y la venganza: “En la Argentina la Justicia se ha convertido en el único registro por el cual se resuelven las cuestiones ligadas al derramamiento de sangre. Y la paradoja es que este apego tan estricto, e incluso algo religioso, de someterse a la ley trae aparejado un aplazamiento de las sentencias, un permanente desvío de las acciones, que bajo la apariencia de actos puros de la democracia no resuelve finalmente dramas personales ni sociales que allí se anudan (...) Hay como una especie de protección al victimario que es como una reacción colectiva estereotipada hacia viejas consignas (caerán cinco por uno, había dicho Perón en el ‘55)”. En otro artículo, Mariana Tello Weiss aborda un ensayo antropológico de la militancia y, en particular, de las marcas de la clandestinidad en la subjetividad. La sección Documentos rescata un manual de instrucción de Montoneros para la formación de cuadros. Y, entre otros textos, se destaca una respuesta a León Rozitchner de Oscar del Barco, parte de la insoslayable polémica sobre el “no matar”.
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