› Por Javier Lorca
Si la interpretación de la historia política de los ’70 se concentra en la descripción de las acciones y renuncia a las ideas sobre la sociedad y el sentido de la existencia humana que vertebraron las prácticas y los hechos de entonces, el resultado “sería un cuento narrado por un idiota, como sospechaba Macbeth, o el producto de la posesión demoníaca o angelical de los protagonistas”, como señala Héctor Schmucler en Política, violencia, memoria. “En ambos casos, quedan excluidos los actos responsables de los seres humanos, es decir, queda cancelada la posibilidad de juzgar.”
Presentados originalmente en un encuentro organizado por el Programa de Estudios sobre la Memoria de la Universidad Nacional de Córdoba, los artículos reunidos en el libro siguen el rastro del “génesis y circulación de las ideas en la Argentina de los años sesenta y setenta”, una tentativa de enfrentar el tabú y el silencio que –como menciona César Tcach en uno de los textos más ambiciosos de la publicación– atraviesan “el campo democrático e intelectual”. Además de los autores mencionados, se recogen escritos de Raúl Burgos, Claudia Hilb, Elizabeth Jelin, Ricardo Panzetta, Hilda Sabato, Juan Carlos Torre y del recientemente fallecido Oscar Terán. El abordaje que ofrece el conjunto es múltiple y se retroalimenta: las ideas de la violencia que circularon entre los trabajadores, entre los intelectuales, dentro de Latinoamérica, en la restauración de la democracia, dentro mismo de la concepción de la revolución. Para invitar al recorrido de la totalidad de estas páginas, el capricho lector ofrece y resume, apenas, algunos fragmentos:
- ¿Cómo funcionó la idea de “la burocracia sindical” en el pensamiento de la izquierda y la guerrilla?, indaga Torre. Al suponer una sujeción de las “clases trabajadoras siempre dispuestas a la lucha” por “una camarilla burocrática que siempre traiciona”, la izquierda encontró una explicación satisfactoria –en tanto que no contradecía su modelo de comprensión de lo social– para cualquier defección de la lucha obrera, se permitió legitimar su asunción como vanguardia política y concluyó que era necesario suprimir a los estratos burocráticos. “La clave de la trayectoria hacia un país más violento –escribe Torre– estuvo en la operación mental que realizaron por igual sus diversos promotores: la despersonalización de las víctimas”; los enemigos fueron despojados de cualidades humanas y pasaron a ser concebidos “como la expresión de grandes y condenables proyectos”.
- “La realización revolucionaria de la igualdad, núcleo de nuestras utopías, se mostró inescindible del terror”, plantea Hilb, en un texto que se inscribe en la fundamental polémica sobre el “no matar”, abierta por Oscar del Barco. Revisando la experiencia cubana, la autora advierte: “Si reconocemos que (...) la vocación de conformar una sociedad sin diferencias sólo es posible al precio de al supresión violenta de toda singularidad, supresión organizada desde un punto de mira que observa la sociedad desde su vértice, entonces debemos revisar no sólo los medios, sino preguntarnos también acerca de los fines que perseguíamos”, es decir, “revisar radicalmente la idea de revolución”.
- Terán busca respuestas al ¿cómo fue posible? Para rastrear el origen de la barbarie militar, recorre los “componentes doctrinarios e ideológicos muchas veces salvíficos” que avalaron “una intervención represiva que alcanzó niveles de guerra religiosa e integrista”. Agudamente, observa cómo, junto a otros factores socioeconómicos y de perversa cultura institucional, el rol ambivalente de sectores de las clases medias urbanas “hipertrofió la paranoia” entre las fuerzas armadas. Pero “la magnitud inconmensurable” de los crímenes de la dictadura no releva “la necesidad de explorar el significado y la responsabilidad de las acciones de los revolucionarios armados”. En su perspectiva, la ilegitimidad de un sistema político proscriptivo, “las pretensiones refundacionales” de la dictadura iniciada en 1966 y los “aires libertarios que recorrían el mundo y América latina” se imbricaron en los actores concretos con una acepción de la revolución “como absoluto y eje dador de sentido total de sus vidas”. Una “suerte de afán prometeico” que “validaba un vanguardismo que el uso de las armas y la ofrenda de la propia vida relegitimaban”, fundando en quienes lo encarnaban “una moralidad excepcionalista, puesto que la acción heroica e idealista trascendía la moral convencional, alimentando una concepción elitista”.
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