› Por Javier Lorca
El pulso constante pero arrítmico del taxi es uno de los rasgos distintivos de la gran ciudad. Con su perpetuo nomadismo –el de todo sistema de transporte– consiente el sedentarismo urbano. Para algunos: escogidos ciudadanos que pueden permitirse el modesto lujo de no compartir viaje en los medios colectivos de locomoción, pero no pueden –acaso no quieren– permitirse el lujo no tan modesto de conducir su propio vehículo, ni tampoco el de, ya sin modestia alguna, dejarse conducir por su exclusivo chofer. En ese vasto conjunto se incluyen, por ejemplo, trabajadores de todo tipo, oficinistas, contadores, enfermos y doctores, comerciantes, abogados, periodistas, delincuentes, señores profesores y también el director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, que en El arte de viajar en taxi ha reunido –para regocijo del capricho lector– una serie de “aguafuertes pasajeras”, sus meditadas experiencias desde el asiento trasero de un coche de alquiler.
Los taxis encarnan, al menos en Buenos Aires, una figura compleja y escurridiza, cuya peculiaridad ya fue entrevista: “No llevan nunca la velocidad conveniente; corren demasiado o van demasiado despacio. Así llegarán a convertir al conductor en un ácrata –escribió hace tiempo Ezequiel Martínez Estrada–. Discrepan del ritmo de la ciudad (...) y aunque no marchen a contramano, marchan a disidencia con el orbe entero”. Con espíritu retozón, también González ensaya una microscopía urbana, pero desde una perspectiva personal que convoca a la ficción y a la desvelada autobiografía. En sus aguafuertes no hay, por tanto, un objeto de estudio, mucho menos un estudioso –sólo con menos malicia que negligencia se podría argüir sobre la moralidad de lo ausente–, sino el especulativo acercamiento de un urbanita a las particulares circunstancias y relaciones de su ser en movimiento.
Reflexivas todas, muchas hilarantes, las cavilaciones del autor transitan, por caso, el desdén del taxi que sigue de largo desobedeciendo la invitación a detenerse de un pasajero que no será; la impostura o el estallido ante un diálogo insostenible entre taxista y viajero ocasional; las peleas entre colegas del volante por contar con la gracia de un pasajero; las calladas o estridentes disputas sobre la adecuación o inadecuación de un itinerario; las estafas sutiles o desenfadadas que puede ocultar un contrato que multiplica tiempo por calles y avenidas; la dificultad para distinguir desde la vereda las cabezas humanas de los apoyacabezas de cuerina; las tensiones políticas que es capaz de escenificar un automóvil compartido con la voz de un parlante de derecha... Entre tantos otros sucesos en los que González encuentra la excusa necesaria para filosofar sobre la condensada vastedad de lo pequeño cotidiano, para sopesar la vida propia en su ordinario esplendor. “Un viaje en taxi es siempre un arte mayor –concluye–, una condena elegante, un padecimiento que te gusta, un milagro donde las ideologías del mundo quedan sueltas, a la expectativa, convertidas en monosílabos y esquive, en fascinación, entre la necedad indescifrable de lo humano y un silencio agrio. Viajamos en taxi para ver si es posible una redención. ¿Cuánto le debo, chofer?”
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