Lun 17.10.2005

ESCRITO & LEíDO

Con el FMI como coartada

› Por José Natanson

Mitad testigo y mitad protagonista, Rodolfo Terragno relata a lo largo de las casi 370 páginas de La simulación, su último libro, la historia de engaños y autoengaños que marcó la particular relación entre la Argentina y el FMI a lo largo de las últimas tres décadas. En verdad, el tema funciona como excusa, un hilo conductor a partir del cual el senador analiza las crisis económicas, recuerda anécdotas personales y despliega argumentos sobre la raíz del subdesarrollo argentino.
El punto de partida es el gobierno de Raúl Alfonsín y la accidentada gestión de Juan Sourrouille. De allí Terragno salta al menemismo y a Cavallo, recuerda las mil y una negociaciones con el Fondo y concluye con el default más grande de la historia y la última renegociación de la deuda. En el medio, revisa documentos norteamericanos desclasificados y revela el rol de importantes y misteriosos funcionarios, como Edwin H. Yeo III.
El hábito de llevar notas, armar bases de datos y guardar documentos le permite reconstruir, casi textualmente, diálogos que mantuvo con emisarios internacionales cuando era ministro de Alfonsín o jefe de Gabinete de De la Rúa. El método sirve para recordar, entre otras cosas, su diagnóstico sobre el agotamiento de la convertibilidad en los célebres debates con Cavallo o sus proféticas advertencias sobre la imposibilidad de seguir pagando la deuda. La primera persona, tan discutida en el periodismo (y éste es, en última instancia, un libro periodístico) le imprime color y verosimilitud al relato, aunque también impulsa al autor a ubicarse en un lugar de protagonismo quizás excesivo: la descripción de sus aciertos tal vez podría haberse completado con autocríticas más profundas sobre sus errores políticos. Un ejemplo: ¿por qué, si estaba convencido del fracaso de la convertibilidad, aceptó ser jefe de Gabinete de De la Rúa, un presidente conservador que se había comprometido a defender el uno a uno a capa y espada?
Político al fin y al cabo, Terragno dedica un capítulo a criticar al actual gobierno y recuerda cómo fue que Kirchner apoyó la privatización de YPF: el senador explica que en aquel momento las provincias petroleras –entre ellas Santa Cruz– negociaron los votos de sus legisladores a cambio de que el gobierno nacional aceptara ponerse al día con las regalías mal liquidadas, que se encontraban atrapadas en una maraña judicial. En otras palabras, el origen de los famosos 500 millones de dólares. Revisando el archivo, Terragno descubre declaraciones de Kirchner, que presionaba a los diputados para que votaran la privatización, y cita un artículo de Clarín: la foto de Kirchner y el título “Las provincias petroleras hacen lobby por la aprobación”. Finalmente, recuerda una declaración de Oscar Parrilli: “Esta ley –dijo el actual secretario general de la Presidencia– servirá para darle oxígeno a nuestro gobierno y será un apoyo explícito a nuestro compañero presidente (Menem)”.
Rara mezcla de intelectual y político, Terragno escribe bien –siempre lo ha hecho– y deja para el final su conclusión política. “La Argentina es pobre. Subdesarrollada. Atrasada. No importan las riquezas naturales. Si fuera por ellas, Nigeria sería un portento y Japón, un país mísero. El desarrollo económico no lo hace la naturaleza. Es el resultado de una movilización de recursos, humanos y materiales, en pos de un objetivo. Exige que se combinen educación, ciencia, industria y múltiples disciplinas. Es falso que Argentina haya sido, en tiempo pretéritos, una potencia. Cuando las naciones industriales no se abastecían de alimentos, la Argentina fue una Arabia Saudita agrícola. Nada más. Es falso, también, que su desarrollo haya quedado trunco porque no tuvo estabilidad política. Si la estabilidad fuera el requisito, Uruguay estaría en la OCDE e Italia sería un país de campesinos pobres. La relación, en verdad, es inversa. El desarrollo económico crea condiciones de estabilidad. De ese desarrollo depende, también, la posibilidad de tener una sociedad sin privaciones. Pero para construirla hay que desoír, ante todo, el canto de las sirenas”.

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