Lun 02.01.2006

ESCRITO & LEíDO

Una historia increíble

› Por José Natanson

“Los supuestos investigadores tenían más negocios sucios que los detenidos. El juez había comprado testimonios con plata del Estado en vez de garantizar el debido proceso. Había espías que se hacían pasar por empleados judiciales, prófugos refugiados en la casa de un comisario y periodistas detrás de una recompensa.” Así comienza AMIA, la verdad imposible, un atrapante relato periodístico de la causa judicial, con biografías de sus protagonistas principales –Juan José Ribelli, Carlos Telleldín, Juan José Galeano– que permiten entender por qué el atentado más grande de la historia argentina sigue impune.
Roberto Caballero, autor de la biografía Galimberti, se mete en el submundo del delito bonaerense para relatar la increíble historia de Ribelli, el policía hijo de un fanático religioso de pueblo que se convirtió en el líder de la principal “patota” de la Bonaerense. Demuestra cómo Ribelli extorsionó a Telleldín para sacarle el dinero que necesitaba para poder liberar a sus subalternos presos por haber participado en la masacre de Wilde, y cómo en esa extorsión apareció la camioneta que terminó explotando en la sede de la AMIA.
La historia de Galeano no es menos increíble. Fue designado juez federal gracias a las gestiones de su tía Dorita, ex secretaria privada de Arturo Frondizi, quien le pidió al viejo líder desarrollista que intercediera ante Carlos Menem a favor de su sobrino. Y así fue cómo en 1993 Galeano -un abogado sin muchas ambiciones, que había escrito sólo dos monografías: “El cheque en el derecho penal” y “Las excepciones procesales”– se encontró casi de un día para el otro al frente de un estratégico juzgado federal de la Capital Federal donde terminó cayendo la causa AMIA. Envuelto en un huracán de operaciones, presiones del gobierno y trampas de los servicios secretos, el joven, inexperto y acomodaticio abogado se transformó en un juez “dependiente y controlable”. Y manejó la causa de la peor manera posible. Por ejemplo, ordenó una serie de detenciones de policías –entre ellos Ribelli– porque se le venía encima el segundo aniversario del atentado y quería dar un golpe de efecto. Y ofreció a Telleldín 300 mil dólares a cambio de que señalara a los culpables, con tan mala suerte que fue filmado por una cámara oculta y escrachado en televisión.
Caballero recuerda las mil y un vueltas del proceso judicial con ritmo y destreza, deteniéndose en los detalles relevantes y despejando el relato de datos innecesarios. Faltaría, para un cuadro más completo, un desarrollo mayor del contexto político y económico en el que se llevó adelante la investigación: es imposible, por ejemplo, entender el lugar de Galeano sin analizar con más detalle la política de domesticación del Poder Judicial del menemismo, o comprender el ascenso imparable de Ribelli en la jerarquía policial sin profundizar en la política de seguridad del primer duhaldismo. Pero es sólo un aspecto, porque en general el libro es sólido, descubre las claves de la causa y revela algo más: demuestra que la policía no combate el delito sino que, a lo sumo, lo regula. Y pinta bien ese submundo de delincuentes, asesinos, policías, agentes de la SIDE, buchones y funcionarios judiciales, que todos sabemos que existe, pero que no siempre es sencillo imaginar.

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