› Por José Natanson
Aunque algunos se obstinen en pensar que se trata de una particularidad argentina, la concentración desmesurada de poder en el Ejecutivo es un fenómeno en buena medida mundial. La tendencia se explica, entre otras cosas, por la mayor complejidad de las economías modernas y las demandas de una ciudadanía cada vez más consciente y heterogénea, que han puesto a los gobiernos ante la difícil exigencia de tener que adoptar soluciones rápidas y técnicamente sofisticadas que los parlamentos, con sus tiempos lentos de deliberación y decisión colectiva, a menudo no pueden ofrecer.
Como resultado, en la mayoría de los países se ha agrandado la esfera de acción del Ejecutivo, fenómeno comprobado tanto en las sólidas democracias europeas como en Estados Unidos, donde el tema se está discutiendo mucho, sobre todo desde la llegada al poder de George Bush. En América latina, y en particular en Argentina, este fenómeno está claramente exacerbado: las herramientas institucionales pensadas para enfrentar situaciones de excepción terminan transformándose en parte del funcionamiento habitual de las democracias. En el reino del revés latinoamericano, lo que estaba pensado para momentos de emergencia se vuelve algo normal, distorsionando el funcionamiento de las democracias.
Exceptocracia, el libro de Mario D. Serrafero, es un interesante análisis del tema, con dos puntos en contra y otros tantos a favor. La primera cuestión a señalar es que, aunque es destacable la decisión del autor de incluir en un mismo texto el análisis de diferentes instrumentos institucionales, no distingue adecuadamente entre aquellas herramientas que, desde la recuperación democrática, contribuyeron a la concentración de poder en el Ejecutivo –como los decretos de necesidad y urgencia, las facultades delegadas y el veto parcial– y aquellas otras que no han sido objeto de abusos semejantes, como la intervención federal o el estado de sitio.
La segunda debilidad es la mirada normativa que por momentos parece asumir el autor, especialmente en relación con los decretos de necesidad y urgencia y las facultades delegadas, mejor conocidas como “superpoderes”. Serrafero, que describe el asunto de un modo claro y con datos certeros, pareciera creer que esta tendencia es mala de por sí, cuando en realidad el tema merecería un análisis más conceptual. ¿Por qué es malo el decisionismo? No sólo porque “va contra la Constitución”, sino porque genera perjuicios concretos a la hora de gestionar: un gobierno hiperconcentrado en la figura del presidente impide crear un dispositivo capaz de preservar las políticas más allá del liderazgo providencial que las impulsa, dificulta la posibilidad de incluir –y aun escuchar– a otros sectores de la sociedad y, al neutralizar los equilibrios y controles de la democracia, genera inestabilidad y expone al gobierno a los lobbys y las presiones.
Pero, al margen de estas dos cuestiones, el libro tiene el raro mérito de integrar en un mismo análisis las perspectivas jurídica y politológica, que la mayoría de los estudios suelen presentar por separado. Al mismo tiempo, Serrafero se ha tomado el trabajo de estirar la mirada al pasado, ya que el período analizado es de más de un siglo, en lugar de centrarse sólo en estos últimos veinte años de democracia. El tema, por otra parte, es central: el abuso de la excepción es seguramente el rasgo más notorio de la democracia argentina y constituye una tendencia que ha cruzado a diferentes gobiernos, radicales y peronistas, aunque estos últimos parecen sentir una especial predilección por el camino del atajo institucional.
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