› Por Javier Lorca
En el Tractatus logico-philosophicus, Wittgenstein sostiene que de las ambigüedades del lenguaje “nacen las confusiones más fundamentales, de las cuales está llena toda la filosofía”. Y, en sus Observaciones, sugiere “desconfiar del poder que tiene el lenguaje para hacer que todo se parezca”. Con análogo recelo ante las palabras, sospecha seminal de la crítica, Loïc Wacquant escribió Los condenados de la ciudad (advertencia: la alusión a Fanon es un capricho de la edición castellana, la traducción literal del título original francés es “Parias urbanos”). Si, para ciertos discursos dominantes que ansían organizar la percepción colectiva y la práctica política, la marginalidad urbana es un recodo más de la metrópoli global del siglo XXI, Wacquant se ocupa de desmentirlo: no hay equivalencia ni identidad entre el gueto norteamericano, la favela brasileña, la banlieue francesa, la villa miseria argentina, el rancho venezolano, los quartieri periferici italianos. Sociólogo y discípulo de Bourdieu, el autor analiza estos barrios estigmatizados y de “aura demoníaca” como productos de sociedades e historias específicas, de determinadas relaciones entre las clases, el Estado y el espacio urbano. Dos casos, examinados desde la etnografía, le sirven para postular la distinción: el gueto negro del South Side de Chicago y la periferia parisina de Quatre mille en La Corneuve. El contraste aflora menos en la combinación diversa de factores sociales y étnicos que en el rol determinante del Estado como actor central de la estratificación y la organización social, clave que augura la posibilidad de transformación ensayada como cierre del libro.
Sobre la base de la particularidad de las experiencias y las percepciones sociales, Wacquant propone repensar “la modernización de la miseria, el ascenso de un nuevo régimen de desigualdad y marginalidad urbanas”. Desembocando en conclusiones algo perturbadoras porque suprimen ciertas ilusiones del progresismo burgués, desentraña cuatro lógicas estructurales subyacentes a un proceso iniciado hacia los ’80: 1) la desigualdad se ha dislocado de las fluctuaciones de la economía, es decir, no se ve atenuada cuando crecen los ingresos nacionales, aunque sí empeora cuando decrecen; 2) en el capitalismo posindustrial, el problema ya no es meramente salarial, por las múltiples transformaciones del mercado laboral “una fracción importante de la clase obrera ha sido transformada en superflua”, desproletarizada y masivamente desempleada “jamás encontrará trabajo estable”; 3) la retracción y desarticulación de los Estados han permitido y fomentado la pauperización social; 4) un nuevo orden territorial caracterizado por la concentración y la estigmatización en “purgatorios urbanos donde se juntan la indigencia, la inmoralidad, la ilegalidad y la violencia”.
Como ya lo había hecho en Las cárceles de la miseria, Wacquant señala que frente a la marginalidad avanzada los aparatos estatales tienden a “criminalizar la pobreza por medio de la contención punitiva de los pobres en los barrios decadentes” y en las prisiones. Un escape sin destino que, al dejar intactas las causas de la marginalidad, “no puede sino llevar al fracaso”. ¿Entonces? La única alternativa deseable que vislumbra Wacquant es la capacidad colectiva de actuar, encarnada en “una reconstrucción activa del Estado social”. Y hasta se atreve a realizar una propuesta concreta, una innovación radical, “la instauración de un salario ciudadano”, un subsidio universal “que separaría la subsistencia del trabajo” y garantizaría el acceso gratuito a la salud, la vivienda y la educación. Algo impensable si no se recupera antes la primacía de la política. Menos aún, si no se asume que palabras como “pobreza urbana” ya no designan lo mismo que en tiempos de Engels.
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