› Por Javier Lorca
Más acá de su cuidado estilo, de su elegante diseño y espesor conceptual (ideas, ese bien tan escaso o escamoteado), aun antes que a sondear sus temas, la lectura de la Revista Artefacto invita a la inquietud. Alienta el extrañamiento ante un mundo que, por acumulación de alusiones o por el deslumbre que despierta una frase, se revela de pronto como no tan nuestro. Como una compleja trama de glosas y sucesos que trenzan la vida humana; no un vivir abstracto, sino ese concreto vivir moderno donde la técnica es modalidad soberana. Basta, si se exige evidencia, que el capricho lector repase el índice de este número 6 y, al azar del ojo, elija o sustraiga palabras que animan la zozobra: “la obra de nadie”, “apariencias”, “el sin límite tecnológico”, “pureza y sacrificio”, “el nudo”, “sobre arte, aparatos y funcionarios”, “el modo de existencia de los objetos técnicos”... El efecto de intrigado desasosiego es el mismo que ya anuncia la imagen de tapa: militares norteamericanos cómodamente instalados en butacas mirando, a través de antiparras, el estallido de una bomba nuclear, en el atolón de Enewetak, en 1951. O el bonus que acompaña la edición: un mapa desplegable, en blanco y negro, del tremendo Apocalipsis de San Juan (publicado originalmente en 1967 en Jauja, la revista que fundó el padre Leonardo Castellani).
Editada desde 1996 por un grupo de docentes de la UBA, en general miembros de la cátedra de Informática y Sociedad a cargo de Christian Ferrer en la Facultad de Ciencias Sociales, Artefacto se dedica a producir (el subtítulo lo anticipa) “pensamientos sobre la técnica”. Y lo hace mediante ensayos, traducciones inéditas, recuperaciones de textos y algunos relatos.
En su edición de esta primavera 2007, distribuida por Siglo XXI, la revista perturba e insinúa con propuestas como la del filósofo Vilém Flusser, para quien “un nuevo tipo de ser está surgiendo”, al que se resiste a llamar hombre: el funcionario, un ser que funciona en función de un aparato que ocupa el centro y con el que se confunde (puede ser una máquina: un torno, una computadora; o una organización: una empresa, una ONG). “La vida del funcionario gira en círculos alrededor del aparato... es el eterno retorno de lo siempre igual” hasta que “el cansancio del material” haga que el funcionario sea relegado “en una situación sin centro”, en la que dará “todavía algunas vueltas en punto muerto, para después dejar de funcionar definitivamente”. Flusser recuerda que “el funcionario es una propiedad, un atributo del aparato”. Y vaticina que “la transformación total de aquello que todavía es naturaleza y sociedad en el aparato, y la transformación total de aquello que todavía es humanidad en el funcionario es una cuestión de tiempo”.
Pocas páginas después, el sugerente desconcierto de lo habitual retorna desde una postura antagónica. Como la de Gilbert Simondon, donde lo técnico y artificial combinan lo humano y lo natural: “La oposición que se ha erigido entre la cultura y la técnica, entre el hombre y la máquina, es falsa y sin fundamentos; sólo recubre ignorancia o resentimiento. Enmascara detrás de un humanismo fácil una realidad rica en esfuerzos humanos y en fuerzas naturales, y que constituye el mundo de los objetos técnicos... La mayor causa de alienación en el mundo contemporáneo reside en este desconocimiento de la máquina”. Con una introducción de Pablo Rodríguez, Artefacto presenta dos textos del hasta ahora casi ignoto –al menos en castellano– filósofo francés, que viene siendo recuperado desde hace algunos años, a partir de su lectura por Virno y Deleuze.
Artefacto, revista-libro, incluye bastante más. Para suerte del lector, apuesta por el ensayo: Margarita Martínez escribe sobre la falsificación y John Berger, sobre la fotografía. En la sección denominada “En el interior del titán”, escriben Daniel Cabrera, José Manuel Rojo, Paula Sibilia, Ingrid Sarchman y Christian Ferrer. En un dossier sobre “Arte y técnica”, Claudia Kozak, Pablo Katchadjian, Eva Grinstein y Flavia Costa, entre otros. Como cierre, una selección de críticas de arte y otros escritos del excéntrico Jorge Barón Biza –al que Ferrer acaba de dedicarle un libro–. En uno de los textos, Barón Biza emprende un breve “elogio de la reseña” contra la más pretenciosa o grandilocuente crítica. Concluye señalando que la reseña “requiere la humildad de restringirse... de la misma manera ejemplar en que Dios se autolimita para permitir que exista la libertad”. Sólo cabe añadir un punto.
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