Lun 12.04.2004

ESPECIALES  › DIALOGOS
HANS BLIX, JEFE DE LOS INSPECTORES DE ARMAS EN IRAK

Cómo se perdió la paz

Acaba de publicar un libro contando cómo fue su trabajo de buscar las armas de destrucción masiva de Saddam y, a la vez, tratar de evitar la invasión norteamericana. La ONU lo llamó cuando estaba de vacaciones en la Argentina, y entonces empezó una carrera contra el tiempo. Las mentiras iraquíes, el apuro de EE.UU., la ambigüedad europea y el descubrimiento de que las armas eran míticas.

Por Sol Alameda *

–Usted es especialista en derecho internacional. Suecia es un país que ha basado su política exterior en la neutralidad. Desde la época de Olof Palme han trabajado con la idea de que un país pequeño, como el suyo, necesita apoyarse en la norma para mantener su posición frente a las grandes potencias. ¿Ese modo de entender la política exterior es el que ha llevado a Naciones Unidas a hacerse cargo de las inspecciones?
–Sí. Es evidente que existe una norma social de que el pequeño y el débil siempre necesitan más las leyes que el grande y el poderoso, aunque eso no significa que a mí me muevan intereses nacionalistas sino el deseo de contribuir a crear una comunidad internacional basada más firmemente en la ley. Y, como usted dice, esta mentalidad es una tradición para nosotros, que hemos sido un país neutral, que siguió una política de no alineación y siempre intentó entender a los dos lados. Siempre hemos intentado escuchar al otro, aunque no estuviéramos de acuerdo con él. Por ejemplo, cuando el señor Blair dijo en un discurso: “Ya sé que no todo el mundo estará de acuerdo conmigo, pero al menos espero que me escuchen”.Yo, en efecto, leí su discurso, en el que había cosas con las que estaba de acuerdo y otras con las que no.
–¿Piensa que Blair hizo de intermediario para que los americanos esperaran un tiempo antes de lanzarse a la batalla, o la unidad de Europa no importaba?
–Creo que ésa fue una cuestión importante, puesto que Tony Blair está acostumbrado a mediar entre Estados Unidos y otros países... Pero Gran Bretaña no fue el único país europeo que se alineó con los norteamericanos... También lo hicieron el gobierno español, el polaco, los italianos hasta cierto punto. Y los noruegos y daneses, sin estar a favor de la guerra, no se mostraron muy críticos. Lo que sí es cierto es que Blair fue el único de todos ellos que expresó a fondo sus argumentos a favor de la guerra; los demás se limitaron a sumarse.
–Pero, Blair trataba de moderar a los estadounidenses, ¿o no?
–Creo que sí. No tengo muchos elementos de juicio, pero me parece que sí. Desde luego, hacia el final, intentó prolongar los plazos para las inspecciones. Y ya en agosto de 2002, al principio, es posible que fuera él quien convenció a Bush de que aceptara el papel de la ONU y permitiera las inspecciones antes de ir directamente a la guerra. Es muy posible, pero no tengo pruebas concluyentes.
–Usted dice que Rice es una intelectual muy respetuosa. En cambio, Cheney es menos amable. Fue el primero que expresó una amenaza ante usted, en el sentido de que si los inspectores no encontraban pruebas de armas en Irak, tendrían que prescindir de su trabajo. También cuenta que Bush dijo que respetaba su trabajo y que esperaba que no lo creyera el típico texano con el dedo siempre en el gatillo. ¿Había un reparto de papeles, como sucede con la policía?
–El estilo de Cheney era totalmente educado, pero el contenido de sus palabras, brutal. Lo que se puede interpretar como sinceridad... No creo que se hubieran repartido los papeles. Tengo la impresión de que Cheney dijo lo que pensaba y sigue pensando lo mismo. Hace poco afirmó que la guerra contra el terrorismo va a prolongarse durante generaciones, y que tal vez haga falta tener bases en todo el mundo. Ve todas las relaciones internacionales desde el punto de vista de los intereses de Estados Unidos.
–Desde la llegada al poder de Bush, existían dos posturas en el gobierno: los duros, como Rice, Cheney, Rumsfeld, Wolfowitz, y por otro lado Colin Powell. Y supongo que ocurría lo mismo en el caso del conflicto de Irak.
–Sí, desde luego. Condoleezza, quizá, estaba más en una postura intermedia. En el otro bando estaba Powell. Y había además algunos de los antiguos asesores de Bush, padre, que estaban más del lado de Powell. Pero al final quien tiene el poder es el presidente. Powell puede decir lo que sea, pero es un soldado y obedece al comandante.
–¿Hubo momentos en los que se pudo aprovechar la credibilidad de Colin Powell para presentar ante el Consejo pruebas que resultaron falsas como las del uranio de Nigeria, o las cintas donde se decía que Irak tenía gas nervioso?
–No sé, nunca lo psicoanalicé. Pero no cabe duda de que es un hombre muy competente y que se expresa muy bien. Domina muy bien el lenguaje. No es que sea blando, pero, desde luego, no es un halcón. Le tengo mucho respeto. Y tiene mucho sentido del humor. He leído su autobiografía, y el hombre que de ella resulta me gusta mucho.
–Powell lo llamó para decirle que iba a aportar al Consejo grabaciones en las que se decía que Irak poseía agentes químicos nerviosos. Y después de escuchar su exposición ante el Consejo, usted escribe: “Me sentía como un juez imparcial, observando las pruebas presentadas, más que como un ayudante de fiscal que ha fracasado en su búsqueda de pruebas que en cambio su fiscal jefe sí ha encontrado”. Se pinta usted un poco naïf...
–Lo cierto es que nosotros habíamos elaborado informes que no ofrecían ninguna prueba espectacular ni concluyente, y de pronto Powell llegó con aquellas cintas. Podía haberme sentido como un fiscal novato, abrumado porque llegaba el jefe con las verdaderas pruebas, pero no me sentí así en absoluto. Como usted dice, me sentí juez. Lo escuché con imparcialidad.
–Pero es obvio que ése es el momento en que comienza a llevarse a cabo aquella advertencia de Cheney, de que si tenían que desautorizar a los inspectores lo harían.
–En aquel momento no se me ocurrió, pero lo que usted dice es verdad... Sacar a la luz aquellas cintas era una forma de decir que los inspectores no habíamos sabido ver las pruebas, que los servicios de información sabían más que nosotros. Cuando, en realidad, era al contrario.
–Lo que me choca es que usted sólo lo pensara más tarde...
–Es que me parece bien que haya servicios de información, creo que son necesarios. Tienen un trabajo muy difícil, y a veces arriesgan la vida, mientras que yo sólo arriesgo tener una úlcera. Ahora bien, tienen que ser precavidos a la hora de interpretar y valorar lo que averiguan. Creo que siempre tienen la tentación de ser alarmistas, de hacer advertencias de más para no quedarse cortos; esto se debe a que si no avisan de algo, luego sufren el castigo, mientras que, si exageran, nadie se lo va a echar en cara.
–Debió de ser duro para usted sentirse desautorizado de forma pública.
–Bueno, sí. Al fin y al cabo, fueron a la guerra, y antes tuvimos todas aquellas declaraciones sobre el descontento con los resultados de nuestro trabajo, sobre la falta de cooperación de los iraquíes.
–Pero usted estuvo de acuerdo en eso.
–La única cosa en la que yo estaba totalmente de acuerdo con ellos fue en que los iraquíes no habían ofrecido una cooperación real e inmediata. Rice me insistió sobre este punto, y tuve que reconocer que estaba de acuerdo con ella. El criterio de la resolución 1441 era que Irak tenía que ofrecer cooperación inmediata, activa e incondicional, y Condoleezza me hizo notar, en el Consejo, que no podía decirse que la cooperación hubiera sido inmediata. Y yo lo reconocí. Y que tampoco había sido incondicional, lo que también reconocí. Activa sí había sido, pero nada más. Era una cuestión importante, pero el Consejo de Seguridad era el que tenía que decidir cuánto iba a influir todo aquello en su decisión posterior.
–¿Y de pronto, mientras los iraquíes no colaboraban como se les exigía, se hizo demasiado tarde?
–Sí. Los iraquíes, a finales de febrero, nos proporcionaron una larga lista de nombres de personas que en 1991 participaron en la destrucción de armas químicas. Si hubiéramos tenido tiempo de interrogar a esas personas, habríamos averiguado cosas. Cuando dijeron que no tenían documentos que probaran esa destrucción de armas yo les pregunté si había testigos presenciales, que era una alternativa. No es que hubiera sido fácil, porque, en un Estado totalitario, entrevistar libremente a las personas no es sencillo. Pero con una lista de 80 personas habríamos podido sacar algo en limpio. En cambio, siempre fui escéptico con la idea de sacar a esas personas de Irak, para que hablaran con libertad, por ejemplo, a Chipre.
–En su libro se pregunta usted por qué Saddam no hizo esa oferta de permitir que se entrevistara a quienes realizaron esa destrucción antes de que fuera tarde. ¿Qué opina ahora?
–El problema es por qué los iraquíes mantuvieron ese comportamiento durante tantos años, que hizo que todo el mundo –incluido yo– pensara que tenían algo que ocultar. ¿Por qué soportaron innecesariamente las sanciones durante tantos años? Tengo algunas hipótesis. La primera es que, aunque el Consejo de Seguridad dijo que levantaría las sanciones si dabanlas respuestas que se les pedían sobre las armas, y eso debería haberlos empujado a cooperar, Estados Unidos aseguró, por boca de Madeleine Albright, que no aprobarían el levantamiento de sanciones hasta que no desapareciera Saddam. Eso no fue precisamente un incentivo. Y, si no iban a librarse de las sanciones, de todas formas, ¿por qué no jugar al gato y al ratón? Desde luego, había además un elemento de orgullo, de sentirse emperador de Mesopotamia y ofenderse porque los inspectores entraran en sus palacios. A los inspectores nunca se los quiere, en ninguna parte del mundo. Por eso es importante comportarse bien. No ser blandos, pero sí correctos. Yo no quiero que humillen a la gente. Por ejemplo, a mí no me gustaron las fotos que le hicieron a Saddam cuando lo detuvieron.
–¿Si Saddam hubiera facilitado las entrevistas con los 80 que habían colaborado en la destrucción de las armas químicas habría servido para parar la guerra?
–Si hubiéramos podido celebrar esas entrevistas sobre la destrucción de armas en 1991, si hubiéramos podido comprobar que habían destruido unas cantidades sustanciales, desde luego que habría sido útil. Hay un concepto, el de desaparecido, no explicado, que es importante. Imagínese, por ejemplo, que la policía encuentra a una persona que ha estado disparando y la quiere detener por posesión ilegal de armas. Le preguntan dónde está el arma, pero él contesta que ha tomado el ferry de Gibraltar y la ha tirado al mar. Los estadounidenses dirían que está mintiendo, que la ha escondido y todavía la tiene. Pero existe la posibilidad de que la haya arrojado al mar. Nosotros decíamos que las armas estaban “sin aparecer”, “no explicadas”, mientras que Estados unidos, a veces –no siempre–, decía: no, sí existen, están escondidas. Los iraquíes aseguraron que habían destruido todas las armas biológicas y todos los documentos en 1991, así como la mayor parte de las armas químicas. Todavía quedan algunas, pero la mayoría se disolvió en el suelo. Si podíamos confirmar que las cantidades que decían que se habían destruido eran ciertas, mediante restos hallados en la tierra o a través de testigos presenciales, entonces dejaban de ser armas “no explicadas”. Los iraquíes, al final, dijeron que estaban dispuestos a que hiciéramos análisis del suelo. Ibamos a intentarlo, pero sin mucha esperanza. Yo confiaba más en los 80 testigos.
–De todos modos, las cosas que decían los iraquíes resultaban muy increíbles...
–Por supuesto. Perdieron su credibilidad en 1991 y nunca la recuperaron.
–Da la impresión de que los norteamericanos, en cualquier caso, habrían ido a la guerra, y que Saddam habría seguido actuando como lo hizo. ¿Le parece una hipótesis correcta?
–Desde luego, por lo que concierne a Saddam, sí. Como dijo Chirac, estaba encerrado en un bunker intelectual. En cuanto a los estadounidenses... Creo que tenían miedo de que, si permitían que las inspecciones continuaran, habríamos llegado a mayo sin pruebas concluyentes, y que luego los franceses habrían pedido más tiempo para dejar trabajar a los inspectores, y que se habría dicho que, si los inspectores no encontraban nada era porque los iraquíes habían aprendido a esconder muy bien las armas. Hubo dos elementos muy importantes: uno, los testigos a los que no pudimos entrevistar. Y otro, el hecho de que las pruebas que alegaban Gran Bretaña y Estados Unidos iban a empezar a desmoronarse... Al final, el factor decisivo fue que tenían a 300.000 soldados en la región y las temperaturas empezaban a subir.
–Y si los inspectores, en contra de lo sucedido, hubieran logrado algo muy espectacular...
–Si lo hubiéramos logrado... Yo pensé que la destrucción de los misiles Al Samud era bastante espectacular, pero no fue lo suficiente. Creo quelos británicos se inclinaban en el mismo sentido que yo, porque propusieron una resolución para que Saddam hiciera una declaración en árabe por televisión, y, que, además, se comprometiera a destruir por completo los misiles. Pero los franceses y los alemanes no estaban de acuerdo. Pensaban que quizá los iraquíes iban a elaborar una lista incompleta de las armas; que acaso, de nuevo, no se encontraría el gas nervioso VX y el ántrax (carbunclo), y que entonces británicos y estadounidenses podrían argumentar que habían dejado suficiente tiempo para hacer esa lista y que ya se consideraban legitimados para ir a la guerra. Los británicos, por lo menos, lo intentaron, pero los estadounidenses no estaban precisamente entusiasmados con la idea. No sé.
–¿Podríamos decir que los americanos querían ir a la guerra, pasara lo que pasase con las inspecciones, y que los franceses no querían la guerra, pasara lo que pasase?
–No creo que la cosa estuviera tan clara. Si hubiéramos encontrado algo más...
–¿Habría habido una oportunidad para la paz?
–Sí. O si los iraquíes hubieran negado totalmente el acceso... En el segundo caso, los franceses y los alemanes se habrían sumado a la guerra. Y, si hubiéramos seguido con las inspecciones, se hubiera visto que no encontrábamos nada, habría acabado publicándose en la prensa de Estados Unidos, y habría influido en la opinión pública.
–¿Pero había posturas premeditadas, como ha creído la opinión pública, por parte, sobre todo, de Estados Unidos?
–No sé. Se ha dicho que, en el verano de 2002, decidieron que, si para marzo de 2003 no estaban claras las cosas, las aclararían por las armas. Es posible, pero es una especulación. Blair me dijo que lo que no le gustaba era la incertidumbre, esa zona gris. Que debíamos saber si tenían o no las armas, con certeza. Sin embargo, ese argumento de la zona gris no es el que ofrecieron al mundo. Porque si hubieran dicho que existía esa incertidumbre y que no nos la podíamos permitir, no habrían contado con el apoyo de sus Parlamentos.
–Usted no especula jamás en su libro, pero debe de tener una idea de lo que había detrás de ese afán de ir a la guerra.
–Una cosa es el motivo real y otra la explicación que se dio. La guerra se justificó por la existencia de armas de destrucción masiva, pero el verdadero motivo fue el 11 de septiembre. Después del 11-S les dijeron a los talibanes que tenían que poner a Al Qaida en sus manos, o si no acabarían con ellos. Y es lo que hicieron. Y el Consejo de Seguridad de la ONU los apoyó. Había bastante consenso para acabar con los talibanes.
–¿La nueva dimensión mundial de Estados Unidos, el imperio, estaba planeada, y aprovecharon la oportunidad del 11-S?
–Ya tenían un proyecto mundial. No es que aprovecharan una oportunidad, porque su preocupación era genuina. Creo que no supieron juzgar bien la situación en un aspecto, el relacionado con las armas nucleares. En 1997 y 1998 informamos que en Irak no quedaba ya nada de la infraestructura nuclear. Quedaban científicos, pero no podían matar a nadie por eso. El expediente relacionado con las armas nucleares era el que menos informaciones tenía, a pesar de ser el más importante. Los expedientes sobre las armas biológicas y químicas no eran tan importantes. Cuando hoy seguimos con el debate sobre Corea del Norte, no oímos hablar de armas químicas ni biológicas. No interesa.
–Por esto es por lo que no nos creemos lo que dice Estados Unidos cuando explica sus razones para emprender la guerra contra Saddam.
–Desde el punto de vista emocional, psicológico, la razón fue el 11-S. Y eso explica las diferencias entre los norteamericanos y los europeos. Y creo que, si un país como Estados Unidos descubriera que existía el peligro inminente de sufrir otro 11-S, también atacaría, directamente. Sólo espero que, en el futuro, no estén demasiado dispuestos a apretar el gatillo, porque pueden alcanzar cualquier lugar del mundo en cualquier momento. Y pueden equivocarse. Después de los atentados contra las embajadas estadounidenses en Nairobi y Dar es Salam, el gobierno de Clinton ordenó atacar con misiles lo que creían que era un campo de Bin Laden en Afganistán y una fábrica de productos químicos a las afueras de Jartum que creían vinculada con Al Qaida, aunque luego resultó que no era así.
–¿Hasta cuándo creyó usted que había armas escondidas?
–Todavía en marzo, cuando comenzó la guerra, no habría podido garantizar que no existieran las armas. En mayo tenía ya bastante certeza, por dos motivos. Uno, que capturaron a mi homólogo iraquí y él declaró ante la televisión alemana que no había armas de destrucción masiva y que el tiempo le iba a dar la razón. Entonces pensé que seguramente no lo habría dicho si no fuera verdad. El segundo motivo fue que, en los dos meses que llevaban allí, los estadounidenses habían interrogado a muchas personas, incluidos los científicos con los queríamos haber hablado nosotros, y ellos –que ya no podían tener tanto miedo y que, por el contrario, recibieron ofertas de dinero si indicaban los lugares en los que ocultaban las armas– dijeron claramente que no existían. No me hizo falta esperar a que volviera David Kay, en octubre, diciendo lo mismo.
–¿Se ha sentido ingenuo alguna vez, en todo este proceso?
–No, en general, soy bastante escéptico. Es importante tener capacidad crítica. Soy abogado, y he dicho muchas veces que, en un juicio, lo importante es que haya pruebas y unos testigos a los que interrogar. Pero hay que ser justos con los gobiernos, que tienen que actuar sin disponer de todas las pruebas, sacar conclusiones y tomar decisiones.
* De El País Semanal. Especial para Página/12.

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