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› EDUARDO DUHALDE, ABOGADO DE VARIOS DE LOS FUSILADOS Y ACTUAL JUEZ
“Fue la semilla del genocidio que vino después”
La masacre de 16 presos, el 22 de agosto de 1972, en represalia por una fuga del penal de Rawson, se convertiría más tarde en práctica sistemática de la represión.
A las 3.30 de la madrugada sacaron a los 19 presos de sus celdas, los formaron en el pasillo y los fusilaron con ráfagas de ametralladora. María Antonia Berger sintió el impacto en el estómago, vio a sus compañeros que caían heridos o trataban de protegerse en las celdas y se arrojó en la suya. Escuchaba los gritos de dolor, las puteadas y las órdenes. Sobre todo escuchaba los tiros de gracia. A medida que se acercaban, iban acallando las voces. Vio al teniente de corbeta Bravo en el umbral de su celda con una pistola en la mano. Desde el suelo lo vio acercarse y apuntarle a la cabeza. Sintió el disparo y la cabeza le estalló, aunque seguía viva. Escuchó voces pero no la atendían mientras se desangraba por el estómago y la mandíbula. Quiso hacer algo antes de morir, escribir con su sangre los nombres de Bravo y Sosa, los fusiladores, pero escribió “papá” y “mamá” en una pared. Alguien se acercó y lo borró con un trapo húmedo. Volvió a mojar el dedo en su sangre y escribió “LOMJE”, la consigna de las FAR y del Ejército de los Andes: “Libres o Muertos, Jamás Esclavos”.
Era el 22 de agosto de 1972. Una semana antes, el 15, más de cien guerrilleros presos en la cárcel de máxima seguridad de Rawson habían sorprendido al país propinando un duro golpe a la dictadura militar del general Alejandro Agustín Lanusse al copar el penal y el aeropuerto, en tanto otros tres comandos copaban un avión de Austral que venía de Comodoro Rivadavia. La operación era compleja: debían tomar el penal pocos minutos antes de que llegara el avión. Al mismo tiempo había que copar el avión cuando aterrizara en Trelew y trasladar a los presos fugados en varios transportes. Sólo fallaron los camiones, pero seis de los principales dirigentes de las organizaciones guerrilleras habían logrado fugar.
“Nosotros teníamos la sospecha de que se preparaba un hecho político importante”, afirma Eduardo Luis Duhalde, que en aquel momento era abogado de varios de los presos, junto a sus colegas Rodolfo Ortega Peña, Mario Hernández, Rodolfo Sinigaglia, Rodolfo Mattarolo y otros. “Teníamos indicios, pero realmente no sabíamos de qué se trataba.”
Estaba copado el penal y el avión en el aeropuerto, pero a la cárcel sólo llegó un Ford Falcon. Subieron Mario Roberto Santucho, Domingo Mena y Enrique Gorriarán Merlo, jefes del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP); Roberto Quieto y Marcos Osatinsky, de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), y Fernando Vaca Narvaja, de Montoneros. Los que se quedaron empezaron a llamar remises y taxis y fueron subiendo a medida que iban llegando. Los primeros seis alcanzaron al avión de Austral, esperaron infructuosamente a sus compañeros y levantaron vuelo hacia Chile.
Al llegar al aeropuerto en taxis y remises, otros 19 guerrilleros pudieron ver cuando el avión despegaba. Tomaron las instalaciones y comenzaron, resignadamente, las negociaciones para entregarse, no tenían ninguna posibilidad de sostener la fuga.
“El 15 nos enteramos de la toma y la fuga –agrega Duhalde, actual juez del tribunal oral 29– y el 16 a la mañana intentamos viajar con Ortega Peña y otros abogados, como Carlos González Gartland, Mattarolo y Miguel Radrizzani Goñi, pero nos dijeron que a pesar de que habíamos reservado los pasajes, todo el vuelo a Trelew estaba tomado por el gobierno. Mario Hernández y Rodolfo Sinigaglia no podían viajar porque estaban abocados a otro problema, así que alquilamos dos remises y partimos. Al llegar a Bahía Blanca, empezaron a pararnos controles del Ejército, la policía y la Marina, al punto que los choferes se asustaron y se bajaron, así que seguimos manejando nosotros. Encima uno de los autos se descompuso.”
Los 19 guerrilleros que se atrincheraron en el aeropuerto eran Ana María Villarreal de Santucho, Carlos Astudillo, Eduardo Capelo, Carlos del Rey, José Mena, Rubén Bonet, Clarisa Lea Place, Humberto Suárez, Humberto Toschi, Jorge Ulla, Alfredo Kohon, Miguel Angel Volpi, Mario Delfino,Mariano Pujadas, Ricardo Haidar, Susana Lesgart, María Angélica Sabelli, María Antonia Berger y Alberto Camps. Pidieron la presencia del juez y de los periodistas. Bonet, Pujadas y Berger hablaron en representación del ERP, Montoneros y FAR. Las dos últimas organizaciones ya estaban en un proceso de discusión para unificarse, por lo que prácticamente Pujadas habló en nombre de las dos. Bonet reivindicó en sus declaraciones la unidad de las organizaciones revolucionarias en la lucha contra la dictadura y aclaró que esa unidad se daba pese a las diferencias políticas. Pujadas destacó ese aspecto y en nombre de Montoneros explicó que su lucha también era por el retorno de Perón y por elecciones sin condicionamientos. Era la primera vez que dirigentes guerrilleros aparecían en la televisión dando sus opiniones sobre la situación política.
La dictadura militar, en su último tramo, encabezado por el general Lanusse, había anunciado elecciones para el año siguiente. Pero sólo podrían ser candidatos quienes estuvieran en territorio nacional hasta ese 25 de agosto. Se trataba de una cláusula para impedir la candidatura de Perón. En ese momento, las tres organizaciones guerrilleras opinaban que los militares no concederían la salida electoral. El capitán de corbeta Luis Sosa, segundo jefe de la base naval Almirante Zar, ubicada a cuatro kilómetros del aeropuerto, dirigía las operaciones militares para la rendición de los 19 guerrilleros. Junto al juez, prometió respetar las vidas y dio garantías a los presos fugados. Al promediar las negociaciones se declaró el estado de emergencia en la zona del V Cuerpo, con lo que el juez perdió autoridad. La suerte de los presos quedó en manos de Sosa y su subordinado, el teniente Roberto Bravo. Apenas se entregaron, rompió la primera promesa: los presos no fueron devueltos al penal de Rawson, como habían pedido, sino trasladados a la base Almirante Zar.
“Cuando llegamos –recuerda Duhalde– el penal estaba tomado por el Ejército y no se podía llegar a la base. El juez Jorge Quiroga, de la Cámara Federal, se negó a recibirnos. En toda la ciudad se vivía un clima de muerte, el aire se cortaba con un cuchillo, había mucha tensión. Entonces decidimos alojarnos en el mismo hotel que el juez. Con Ortega Peña le pasamos dos escritos por abajo de la puerta, en los que simplemente pedíamos asistir a nuestros defendidos.”
En la base, los detenidos permanecían en varias celdas que daban a un pasillo en cuyos extremos estaban los guardias con dos ametralladoras pesadas. Durante los primeros días fueron interrogados sin que se les infligieran maltratos físicos, aunque eran permanentes las provocaciones y los insultos.
“El 18 tratamos de volver a la cárcel, con el abogado Mario Abel Amaya, pero no pudimos acercarnos a más de cien metros –sigue Duhalde– y fuimos a almorzar al hotel de Rawson. Todas las mesas, menos una, estaban ocupadas por altos oficiales, entre los que estaban Luis Prémoli y Leopoldo Galtieri. Ocupamos la única mesa libre y tratamos de parecer distendidos. Un oficial se levantó, habló por teléfono y una patrulla se lo llevó a Amaya. Entonces nosotros, ya medio en broma, pedimos los postres y nos llevaron presos también. Estábamos en el patio de una comisaría y por el ambiente me hizo pensar en los fusilamientos del ‘56 en el patio de una comisaría de Lanús. Finalmente nos liberaron por las gestiones de Hipólito Solari Irigoyen desde Buenos Aires, pero Amaya quedó adentro. Entonces decidimos hacer una conferencia de prensa en el estudio de Amaya y media hora antes lo hicieron volar con una bomba. Ese era el ambiente en Rawson y Trelew, será una frase común, pero era como la crónica de una muerte anunciada, Trelew estaba desierto, no había nadie en la calle. Teníamos claro que se venía una masacre.”
El trato a los prisioneros se hizo más riguroso, los sacaron desnudos en la madrugada a la intemperie, se escuchaban advertencias como “ya van a ver lo que es meterse con la Marina” y trataban de provocar una reacción, sobre todo de Pujadas y Bonet, que habían aparecido en televisión. Elgrupo de los seis dirigentes que había logrado fugar, más Carlos Goldemberg, que manejaba el Falcon con el que salieron de la prisión, y Alejandro Ferreyra, Víctor Fernández Palmeiro y Ana Weisen de Olmedo, que habían copado el avión, ya estaba en Santiago de Chile y el gobierno socialista de Salvador Allende aún no sabía qué hacer con ellos.
Duhalde y los demás abogados decidieron regresar a Buenos Aires para denunciar la situación. “Cuando salíamos del hotel, entraba una patrulla para detenernos –afirma–, allí logramos que Jorge Llampart, que era el representante de la Juventud Peronista en el Consejo Nacional Justicialista, le enviara un telegrama al ministro Arturo Mor Roig, que nunca respondió. De allí viajé a Chile con Gustavo Roca, Mario Hernández y Andrés López Acoto, y Ortega Peña se quedó en Buenos Aires con los demás para organizar una conferencia de prensa. Ese día fueron los fusilamientos y Ortega Peña debió realizar la conferencia de prensa en la calle porque habían puesto una bomba en el local donde debía realizarse.”
Duhalde y Roca tuvieron que darles la noticia a los prófugos. Entre los fusilados estaban la esposa de Santucho y Susana Lesgart, pareja de Vaca Narvaja. “Fue un momento muy duro, algunos lloraron, otros dieron puñetazos a la pared, Santucho estuvo varios minutos sin poder hablar.” Finalmente, el gobierno de Allende los dejó partir hacia Cuba. Tres de los fusilados, María Antonia Berger, Ricardo Haidar y Alberto Camps, sobrevivieron para dar su testimonio. La versión de la dictadura fue que Pujadas había intentado arrebatar el arma a un custodio para fugarse. Un intento de fuga, dijeron. Con la amnistía del 25 de mayo de 1973, Camps, Berger y Haidar salieron en libertad. Ese mismo día y cuando aún no habían abandonado la prisión, el poeta Francisco Urondo les hizo una larga entrevista donde relataron los fusilamientos. Dos de ellos fueron desaparecidos durante la dictadura de Videla, y Camps murió en un enfrentamiento.
“El copamiento del penal y la fuga de dirigentes importantes fue un golpe muy duro para la dictadura que en ese momento sostenía una pulseada muy fuerte con Perón. La masacre fue una represalia –reflexiona Duhalde–, un intento de salvar el principio de autoridad dañado por la operación. Fue la semilla del genocidio que vendría en el ‘76, pero todavía no era una práctica sistemática, no estaban mentalmente preparados.”