Jue 22.08.2002

ESPECIALES

El presentimiento de la masacre

› Por Susana Viau

Es difícil, a tantos años, recordar con exactitud, pero debió ser alrededor de las once de la mañana que se conoció la noticia. La sensación fue de incredulidad, no de sorpresa. Desde que unos días antes aquellas imágenes los mostraron ir y venir pactando la rendición, desde que se pudo escuchar el murmullo contenido de los saludos que llegaban de la habitación donde se concentraban para entregarse y el ruido apagado de los abrazos con que se despidieron para salir, de uno en uno, y colocar las armas al pie de los oficiales que volvían a detenerlos, todo presagiaba tragedia, todo olía a desgracia. Los portavoces eran los jefes de cada uno de los grupos de evadidos: Rubén Pedro –”el Indio”– Bonet, el ferviente partidario de “la línea del Norte”, el militante entusiasta que, junto a Cacho (que por suerte aún vive), solía venir a comerme el coco a la casa de mis padres y asombraría a sus compañeros de pabellón por la fruición con que masticaba huesos. La misma casa de Pueyrredón y Córdoba donde me había pedido alojarse Mariano Pujadas, un estudiante de la Universidad Católica de Córdoba, fundador del Centro de Estudios Sociales Eva Perón, llegado a bordo de un jeep y con una novia jovencita y pelilarga.
Ahora los dos muchachos hermosos, verdaderamente hermosos, estaban muertos. Mi amigo, el Zambo, sollozó escuchando el nombre de Jorge Alejandro Ulla. Nos fuimos para la Asociación Gremial de Abogados, la sede de los defensores de presos políticos, el único punto de reunión posible en una Buenos Aires que seguía moviéndose como si nada. Subimos. Lo primero que vi fue una mujer que apoyaba la frente contra el cristal de la ventana y miraba la ciudad con ojos vacíos. Era la madre de María Angélica Sabelli, la chica de 23 años integrante de las FAR y asesinada esa madrugada. En los minutos que siguieron, el local se llenó de gente. La directiva de la gremial, de inmediato, decidió enviar a tres de sus miembros. No había avión y entonces aprobaron un gasto extraordinario: alquilar un taxi aéreo. Viajaron Mario Landaburu, Rafael Lombardi (el Zambo) y Alejandro Cavilla.
Fuimos en procesión hasta el Aeroparque. De regreso, dejamos en el local la ropa que no habíamos logrado alcanzarles a los tres abogados y bajamos con Martha Fernández a tomar un café. Cada una lloraba a sus muertos y a los 16. De pronto, la ciudad se llenó de sirenas. Dedujimos que era parte del operativo de seguridad puesto en marcha para evitar manifestaciones de repudio. Un rato después volvimos a la Gremial. Pero la Gremial ya no existía: un bombazo la había volado. Los fusilamientos de Trelew eran la segunda gran masacre de la Patagonia. El Indio había mencionado esos hechos durante la conferencia de prensa que dieron en el aeropuerto. Quizá también él haya tenido un presentimiento, tal vez al nombrar la masacre haya querido conjurar la inminencia de lo que, al final, iba a suceder.

* Hay cosas que parecen insignificantes cuando pasan. Y lo son. Por ejemplo, no tenía importancia cuál era el nombre del juez al que los familiares presentaron un amparo para que el velatorio pudiera llevarse a cabo en la sede que el PJ tenía en avenida La Plata. El amparo se concedió, aunque lo bastante tarde para que la policía al mando del comisario Villar entrara a saco y se apoderara de los cajones. Todo esto, con seguridad, debe haber sido contado por alguien en este espacio. Hoy sí tiene sentido decir que el juez de firma lenta se llamaba César Arias.

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