ESPECIALES • SUBNOTA
Para nadie puede ser un misterio el ambiente que había por aquel entonces en la Casa de Gobierno y sobre todo en las antesalas de la presidencia de la República. No es que lo hubiera creado nadie expresamente sino que lo daba de sí el carácter de la hora y del gobierno. Era un ambiente de absoluta severidad, quizá pueda decirse mejor, de recia severidad militar. En las oficinas, en los pasillos, en las antesalas, por todas partes había empleados y militares que daban la sensación de una continua actividad. En medio de este marco severo, se percibía en seguida una nota de fuerte contraste con la visión de los mismos lugares durante el gobierno anterior: de las antesalas de los ministerios y de los pasillos habían desaparecido las multitudes de postulantes. Parecía que allí no podía entrar sino el que tenía realmente algo importante que hacer. Un fuerte control aparecía en cada cosa y en cada detalle. De tal manera, pues, que si para la actividad general de la Casa de Gobierno las restricciones de la concurrencia de público eran así, aunque sólo en determinados momentos estuvo realmente controlada la entrada del público a la Casa Rosada, puede suponerse cómo era de difícil obtener acceso a la presidencia y sobre todo al despacho presidencial.Entonces le dije:
–Usted no ignora, general, seguramente todo cuanto se ha dicho antes de la convocatoria a elecciones de los propósitos que a usted se le atribuían.
Se sonrió de buena gana y me respondió:
–No, no lo ignoro, por cierto. Se han dicho tantas cosas. Usted sabe que un hombre como yo, en mi situación, podría haber sido todo lo que hubiera querido. Yo he tenido hasta ahora la fuerza y también el abnegado desinterés y la simpatía de la gente honrada del país. He sacrificado todo personalmente y a nada he aspirado, en cambio. Todos saben, aun los que han combatido la revolución y hasta los que me han calumniado, que no podía haberse devuelto sensatamente con más rapidez la normalidad. De tal manera que tengo plena conciencia de haber cumplido con la patria; lo contrario habría significado el desgarramiento más grande de mi vida. Esto lo saben y lo comprenden también mis compañeros de las fuerzas armadas, los que de no haber estado convencidos de mi absoluto desinterés no me habrían acompañado en la forma magnífica y también desinteresada en que lo han hecho. Ya ve usted que yo personalmente no aspiro ni siquiera al juicio de mis contemporáneos, aunque no existiera, como lógicamente tiene que suceder, todo este fuego de pasión que tardará en extinguirse.
Y entonces me dijo esto que es concluyente y que comprueba la claridad con que decía las cosas:
–Le digo más. Yo no he querido ser presidente constitucional. Y no he querido serlo, aun defraudando el deseo de muchos amigos y de millares de personas representativas y de instituciones que son tradición y fuerza en el país. Usted no puede imaginarse las solicitudes, los ruegos y las incitaciones que en toda forma me han estado llegando desde hace tiempo en ese sentido. Nada más fácil para mí que haber podido dar cumplimiento a tales deseos. Pero le confieso que me habría repugnado semejante situación.
Y en seguida me dijo:
–Yo creo y espero que el germen de la revolución no se perderá y que irá más allá de la historia que del reconocimiento de los intereses puramente políticos.
Era forzoso entonces que él tuviera, al fin del proceso revolucionario, algo muy personal y por consecuencia muy interesante que decir de las revoluciones y, sobre todo, de su propia revolución.
Sin ninguna vacilación, muy rápidamente me contestó:
–Yo nunca he sido revolucionario. Eso es lo curioso. En esencia nunca fui revolucionario, aunque los acontecimientos me hayan colocado por dos veces en la condición de tal, esta última con mayor fortuna. Mire: dentro del movimiento de las democracias la carta más peligrosa que se juega es precisamente la de la revolución. Una revolución se sabe siempre dónde comienza, pero nunca se puede saber dónde irá a terminar. De ahí que cuando se va a emprender una obra de tal carácter con sentimientos y propósitos de verdad patrióticos y sanos, haya que meditar muy detenida y muy hondamente lo que se va a hacer y cómo se va a hacer. En estos casos no peligra ya tan sólo el prestigio y la vida de los gestores, sino que se compromete el prestigio y la vida de una nación. Hasta la vida del porvenir de todo un pueblo. Por eso yo reflexioné con hondura lo que me proponía. Cuando dentro de la medida humana creí tener ya la visión clara de lo que la revolución podía significar y crear, entonces me lancé a la gestación de todo cuyos pormenores generales, por lo menos los que podían interesar más a la legítima curiosidad del público, ya se han divulgado. En realidad, técnicamente hablando, yo no he hecho una revolución, sino exactamente una operación de guerra, que era lo que convenía y lo que debía hacerse, y no una revolución sangrienta y bárbara indigna del país y de quienes la hemos llevado a efecto. Otra de las cosas que el público no conoce bien, y que contraría la opinión de mucha gente es este detalle de fondo: a mí no me interesó en ningún caso, ni cuando conspiraba, ni cuandogestaba el movimiento ni durante su proceso, la victoria en sí del mismo, sino que me preocupaba constantemente lo que luego debía ser el triunfo de mi gobierno, del gobierno que iba a constituir y a dirigir, porque ese triunfo tenía que significar el triunfo del país. De nada en absoluto hubiera servido el triunfo de la revolución si por cualquier causa hubiera fracasado el gobierno surgido de sus filas.
Entonces yo le pregunté por qué no le preocupó en ninguna circunstancia esa victoria en sí de la revolución, y me explicó:
–Yo tuve en todo momento la sensación de que el proceso prerrevolucionario estaba asegurado por sus propios prestigios. Y no me equivoqué. Usted sabe que prácticamente la revolución se hizo en todo el interior del país por telégrafo en el breve espacio de unas horas. Eso comprueba con exactitud que los prestigios de la revolución estaban asegurados.
En seguida le pregunté cuál había sido su verdadera situación de jefe de la revolución frente a todas las probables dificultades que le salieron al paso y que él solo conocería, a lo cual me respondió:
–En realidad, hubo que vencer muchas dificultades, previstas algunas y otras imprevistas. La primera condición que impuse a todos mis compañeros del ejército y la armada sin distinción absoluta de jerarquías, para la imprescindible unidad de la acción y de su desarrollo, fue ésta: yo solo mandar y todos obedecer. Esta condición, aceptada unánimemente con una gran lealtad y una ponderable honradez por parte de todos y cada uno de los soldados de la causa, imprimió no sólo a la gestión revolucionaria sino también al gobierno un ritmo armónico. Pero si este entendimiento no se hubiera llevado a cabo, convirtiéndose en dificultad, ella habría resultado insalvable. Tuve la fortuna, además, que habla muy elocuentemente en favor del sentimiento público que me acompañó, de ser el jefe de un movimiento carente del apoyo de un partido político orgánico, de una gran fuerza política que a uno lo respalde en una emergencia de esta magnitud; porque al fin, una gran fuerza popular de esa estructura es la que condensa y contiene la mayor aspiración ciudadana. Es decir, que si la empresa iniciada, con todos los riesgos inherentes, fracasa, el responsable no es un solo hombre, sino que, por el contrario, es una corriente popular agitada por las masas. Yo, en cambio, con respecto a este punto de vista, estaba solo. El jefe de la revolución era yo; el responsable era yo, por más que en la noble empresa estaban comprometidos hombres de indiscutible valía y significación, dispuestos como yo al sacrificio. De ahí puede usted medir mi consagración y el concepto de la responsabilidad que tenía. Mi sacrificio y mi esfuerzo eran, pues, superiores, sobre todo si se tiene en cuenta que era imprescindible también luchar contra ciertas masas y tratar de educarlas compenetrándolas de esta doctrina en un término de tiempo tan breve.
Hacía solamente un instante me había estado diciendo:
–En tesis generales, tres cosas capitales he logrado salvar en la intensa jornada; tres cosas, que como usted verá, pueden constituir de por sí todo un programa de gobierno felizmente realizado. Estas tres cosas son: el orden, que no ha sido alterado sino aislado y desgraciadamente como es público y notorio [sic]; el crédito exterior del país y el país salvado también de la bancarrota a la que lo había precipitado el gobierno depuesto. Yo le aseguro a usted con honrada sinceridad y sin ningún género de exageraciones que en la situación anterior a la revolución nos íbamos de cabeza al abismo con sólo unos días más de existencia de aquel desquicio fabuloso. Nadie puede imaginarse, sino en forma puramente fragmentaria, cómo hallamos esto al hacernos cargo del gobierno. ¡Un verdadero desastre!
Fue entonces cuando creí oportuno hablarle de las deportaciones políticas, para tocar en la conversación algunos aspectos sentimentales a los cuales estaba seguro iba a responderme. Le pregunté: –Pienso, general, que habrá resultado demasiado duro para usted decretar algunas de las deportaciones políticas, en razón de afecciones puramente personales que nada tienen que ver con la función del gobierno.
–Usted me pregunta algunas cosas que son de verdadero fondo. A propósito de lo que antes le estaba diciendo, hágase cargo de la situación; del cuadro que presentaba el país con todas esas heridas abiertas por los gobernantes anteriores y con el golpe de muerte que le habían dado. La cosa no estaba, ni en el orden interno ni en el externo, para tolerar nada. La menor complacencia hubiera resultado fatal. La obra inicial de la revolución, y la revolución misma, se habrían malogrado por completo.
Y levantando aquí el tono de la voz, me dijo con apasionada convicción:
–La cosa más dura y más desagradable que hay en un gobierno de fuerza es mantener el orden. La mano tiene que ser de hierro y tiene que apretar sin vacilaciones y sin desfallecimientos. Hay que olvidarse, desgraciadamente, del corazón. Eso es lo que una gran parte del público ignora o prefiere o simula ignorar. Esta obligación imperiosa de ser duro en beneficio del país me ha costado la pérdida de varios viejos amigos, algunos de la infancia, otros de toda la vida. Y he perdido también antiguos afectos que estimaba en mucho.
Me nombró aquí a los doctores Lisandro de la Torre, Marcelo de Alvear y otras figuras conocidas.
Al llegar a esto, me dijo ya con un tono de verdadera tristeza:
–Le repito que lo más difícil, una de las cosas más duras en un gobierno revolucionario es mantener el orden, el orden absoluto, que muy a menudo exige el tributo de la sangre y el fuego. Felizmente he logrado, como pocas veces se ha conseguido en la historia, llevar a cabo el proceso revolucionario sin aquel espectáculo doloroso. Es que mucha gente tiene una disposición más especial para censurar que para comprender. Yo mando y no tengo más recurso que ser duro cuando hay que serlo. Pero yo también tengo un corazón y una capacidad afectiva.
Algunas de sus opiniones personalísimas que me impresionaron más fueron las que me dijo sobre la democracia. Cuando yo le dije:
–Es en realidad una cosa muy distinta entender la verdadera democracia.
El, retomando aquel tono hondo y vehemente que empleaba para hablar de las cosas que le indignaban, me respondió:
–Sí, señor. Estamos acostumbrados a una idea de la democracia completamente equivocada. Aquí mucha gente cree que la democracia es una jauja. Y la democracia no se hace charlando: no se ha hecho así en ningún pueblo. Uno está cansado de ver charlatanes de la democracia y de ver hacer las más grandes monstruosidades en nombre también de la democracia. Fíjese qué cosa más contradictoria: mucha gente anda diciendo que yo le he dado un golpe de muerte a la democracia. ¡Será seguramente porque los bandoleros que estaban en el gobierno la estaban salvando! Con toda esta apariencia de gobierno dictatorial que le han atribuido a mi gobierno, yo he hecho más por nuestra democracia que muchos de los que pretenden haber hecho maravillas con ella. ¿Dígame si es que hay mucha gente que crea, o que siga creyendo que la democracia de un pueblo civilizado se hace robando la plata desde el gobierno y tirándola a la marchanta; endeudando al país inútilmente; estropeando su crédito en el extranjero; dejando que se multiplique el bandidaje que llega a tener atemorizada a toda una sociedad indefensa; poniéndonos en ridículo ante el mundo; creando una miseria popular como la que estábamos palpando y poniendo a la Nación al borde del abismo, como estuvo hasta el momento de llegar nosotros al gobierno?
El general había llegado aquí a alcanzar un tono un poco nervioso.
–Yo no he venido a arreglar la democracia. Todo esto sería un poco vago. Yo he venido a arreglar la patria. A arreglar el país. A poner las cosas en su lugar. La democracia ocupará, como consecuencia, el suyo también. Imagínese si en medio de esta ardua tarea, en muchos casos especiales eimperiosos, en que ha sido imprescindible emplear recursos insospechados, yo hubiera vacilado en obrar por temor de lesionar esa tesis tan decantada de la democracia. ¿Qué habría ocurrido?
Uriburu me miraba fijamente y acentuaba la importancia de esta pregunta con una leve sonrisa.
–Nadie podrá decir que yo no soy demócrata. He mamado la democracia. He mamado, también, la pasión por la libertad. Toda mi vida de soldado no ha estado al servicio de otra cosa. Pero es que uno no tiene la culpa de que mucha gente no comprenda o no quiera comprender.
¿Había alguna persona del público que conociera el pensamiento del general Uriburu con respecto a los fusilamientos? Todo lo que se sabía eran conjeturas, comentarios, deducciones. La impresión popular más exacta era la que se refería al acto oficial del “cúmplase” estampado al pie de la sentencia de muerte, por el presidente, y todo lo relacionado con ese rápido proceso de los fusilamientos de Di Giovanni y Scarfó.
Había trascendido la especie de que el general vaciló mucho antes de firmar aquellas sentencias, porque como se recordará, antes de resolver esta firma transcurrieron muchas horas de expectativa y se hicieron numerosas gestiones de conmutación que fueron recibidas en la Casa de Gobierno.
Cuando la sentencia estuvo firmada y cuando el hecho fue consumado, el gobierno no dio ninguna explicación al respecto. En el ambiente de muchos círculos quedó algo como una sensación de horror; en otros un estupor profundo; en algunos, el desencanto por haber esperado lo contrario. En muchos otros, en fin, la creencia de que el gobierno cumplió con su deber revolucionario, como se había estipulado en el bando que se publicó a pocas horas de la revolución triunfante.
Este hecho le valió al presidente, por parte de mucha gente superficial, la fama de hombre frío e implacable. Muchos de sus enemigos lo explotaron para combatirle.
Uriburu, al escucharme, parecía revivir aquellos instantes. Porque en seguida me respondió:
–¡Puede suponérselo! Nadie puede desear encontrarse en una situación como ésa. La verdad es que yo habría querido no haber tenido necesidad de firmar ninguna sentencia de muerte. Siempre es doloroso cumplir con un deber tan crudo. Cualquiera puede imaginar la intensa lucha interior entre el dolor y el deber. La dilación, el apremio en obrar, el imperio de la conciencia y el imperativo del sentimiento. Pero luego el deber, la noción tremenda del deber se sobrepone y ya no hay nada que la detenga. ¡Si fuera tan cómodo cumplir con el deber como con el corazón! Lucha de sentimientos sí, pero vacilación ninguna. Eso es lo que puedo decirle, en suma.
Luego, cambiando un poco la preocupada abstracción con que me contaba todo esto, me dijo con tranquilo convencimiento:
–Créame, no hay que exagerar los sentimientos. Esos dos eran unos bandidos. La sociedad tendrá que agradecerlo algún día.
–¿Podría preguntarle algo, señor presidente, para incluirlo en el reportaje, sobre el suceso de las torturas?
El a su vez me respondió en seguida:
–Pregúnteme lo que quiera. Pero desde ya le respondo. La consumación de estos hechos que denuncian ha ocurrido durante mi ausencia en Salta. Yo no conozco nada en detalle, y sólo me atendré a lo que la justicia investigue y establezca. Pero le digo sinceramente que el primer sorprendido he sido yo y que lo primero que hice al regresar de mi viaje fue llamar al fiscal y decirle: ¡Usted acuse! Caiga quien caiga. ¡Acuse!
Con la misma fuerza aparecía su sinceridad, cuando me dijo:
–Es un poco cruel, un poco excesivo pensar que uno ha de ser responsable de todo. Sólo que hay momentos en que uno no puede ponerse a hablar públicamente, a explicar, en fin, a dar aclaraciones que en el mejor de los casos no complacerían a todos. Puedo decirle, eso sí, que tengo una gran serenidad de conciencia frente a todos estos acontecimientos, y lalegítima satisfacción de saber que lógicamente no es posible que se me atribuyan responsabilidades de esta naturaleza.
Le recordé las proyecciones que, sin embargo, se les había dado a estos hechos, y me contestó de esta manera rotunda:
–Lo sé. Desgraciadamente es como usted dice. Pero en esto como en todo, muchos de los malos propósitos que hacen los escándalos hay que cargarlos en la cuenta de ciertas empresas periodísticas.
Y al hablarme del director de determinado periódico, me dijo con un gesto de desprecio:
–Ese es más bandido que Di Giovanni. Pero tiene con él una diferencia: la de que Di Giovanni era realmente valiente.
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