ESPECTáCULOS
› “EL BONAERENSE” CONFIRMA EL TALENTO DE PABLO TRAPERO
Un horizonte siempre azul... oscuro
El director de “Mundo grúa” hace, a partir del relato de iniciación de un aspirante a la “maldita policía”, una cruda radiografía del conurbano bonaerense. Por su parte, Giuseppe Bertolucci sigue los pasos de Bernardo.
› Por Luciano Monteagudo
Lo primero que impresionaba de Mundo grúa, la opera prima de Pablo Trapero, era su inmediatez, la materialidad casi palpable de todo lo que aparecía en la pantalla, la contigüidad con que se internaba en los trabajos y los días del Rulo, su inolvidable protagonista. Ahora en El bonaerense, su segundo largo, Trapero fija toda su prodigiosa capacidad de observación sobre el Zapa, un muchacho de pueblo, como tantos otros, que casi sin darse cuenta pasa a formar parte de la “maldita policía” de la provincia de Buenos Aires. A diferencia de Mundo grúa, que conseguía pintar en blanco y negro un paisaje elegíaco, de una rara melancolía, El bonaerense es la primera experiencia del director con el color, pero eso no hace sino volver al film más oscuro. Al fin y al cabo, la luz cada vez más sórdida de la realidad ilumina la triste parábola del Zapa.
Un poco como el Rulo, el Zapa (el actor formoseño Jorge Román, excelente) no parece haber pensado demasiado qué hacer con su vida. A los 32 años, vive en un pueblo tranquilo del interior de la provincia y se gana la comida como aprendiz de cerrajero. Un día, su patrón le presenta a “unos amigos de confianza”, para los que tiene que hacer un trabajo: abrir una caja fuerte. A la mañana siguiente, el Zapa está tocando el pianito en la comisaría y lo único que le queda en el bolsillo son nueve pesos, cuatro tornillos y dos arandelas. Un tío providencial, que es principal en “la fuerza”, no tarda sin embargo en sacarlo del calabozo. Y, para limpiarle el prontuario, lo manda a La Matanza con una recomendación para entrar en la policía de la provincia. “La gente es buena, el lugar es lindo y me deben un par de favores”, le dice. Después de todo, nadie parece encontrar demasiadas diferencias de un lado u otro de la ley.
A partir de ese momento, comienza el relato de iniciación del Zapa, que pasa a ser el aspirante Enrique Orlando Mendoza. Para cuando llegue a agente y después a cabo, en la rápida escala jerárquica de la institución, el Zapa –y con él espectador– habrá aprendido cómo funciona por dentro una comisaría del conurbano. Lo notable del film de Trapero es que –al igual que en Mundo grúa– el director nunca tiene la necesidad de alzar la voz, de pronunciar un discurso, de señalar con el dedo. Le basta con ser fiel a su protagonista y no soltarlo, seguirlo siempre bien de cerca y que la cámara nunca vea nada que no vea él. El rigor del punto de vista es determinante en el logro del film de Trapero, que esta vez se anima con un personaje y un mundo mucho más complejos y ambiguos que los del Rulo, por quien era imposible no sentir simpatía.
Si el film dice algo sobre el estado de las cosas en la Argentina –y dice mucho–, si expresa de qué manera y hasta qué punto está internalizada la corrupción en las instituciones, en la esfera pública y también en la vida privada, lo hace a partir del microcosmos del Zapa, de la cotidianidad de las humillaciones a las que es sometido, de las pequeñas transacciones de favores y tráficos de influencias de las que no sólo es testigo sino también actor, e incluso víctima. El bonaerense puederegistrar la rutina de un policía en su garita, sus usos y costumbres, que van desde sacarle un pan dulce a un repartidor hasta matar por la espalda a un par de pibes en moto (“Te boletean por cualquier cosa, hacen carrera”, se justifica un uniformado), pero la película nunca va a subrayar nada en rojo. Es más, se diría que los momentos más violentos son el par de escenas de sexo que el Zapa tiene con su instructora de la academia policial (Mimí Arduh, una revelación), que no hacen sino reflejar la tensión que corre a los costados de la ruta 3, en ese lejano Oeste que es hoy el conurbano bonaerense.
Se le podría reprochar quizás al film cierta tendencia a demorarse en el retrato de algunos personajes secundarios (como los delirios de un subcomisario obsesionado con los ovnis) o alguna reiteración en la pintura del conjunto, cuando la película da cuenta de la instrucción física, o de la fiesta de graduación de los cadetes. Aun así, es tan potente la imagen de un universo siempre azul, hecho de gorras y jinetas, de patrulleros y de armas, de lealtades interesadas y agachadas cómplices, que en todo caso esa imagen se impone por encima de la mera redundancia para hacer de la repetición todo un sistema narrativo.
“¿Vos querés ser policía? ¿Vos sabés dónde te metés?”, le pregunta un comisario al pobre Zapa, en su primera entrevista. Zapa nunca decide nada por sí mismo y no, no tiene idea de dónde se mete ni por qué. Pero terminará por aprender, en un recorrido sordo, silencioso, que después de “un acto destacado de servicio” lo devolverá a una ruta perdida en su pueblo, iluminado por la luz cruda del amanecer, tan solo y desamparado como el Rulo en el final de Mundo grúa.