ESPECTáCULOS
La historia de una heroína islandesa
La señal I.Sat presenta mañana a partir de las 20 un documental sobre Björk, una estrella de la música pop surgida de un país que es, en sí, un misterio.
› Por Pablo Plotkin
Lo más impresionante de un documental sobre Björk es ver cómo canta. Más allá del paisaje islandés –géisers, volcanes, peñascos de cien metros de altura–, lo que estremece es la imagen de esa mujercita de formas blandas, rasgos de duende celta y garganta de hielo (o de lava, según se le antoje) cantando una dolorosa versión de “Unravel” como quien prepara un huevo frito. Björk en una habitación blanca, iluminada por el sol del verano nórdico, acompañada de un piano folklórico y perseguida por la cámara de un tal Christopher Walker. Björk de entrecasa. Una rareza tratándose de un ser dotado de una voz tan... trascendente.
La voz vista de cerca. Es lo mejor que tiene para ofrecer el documental que se emitirá mañana sábado a las 20 por I.Sat, además de ciertos registros precoces, la prehistoria de una de las artistas pop más singulares de la última década. Björk Gudmundsdottir editó su primer disco cuando tenía 11 años (en 1977), impulsada por su madre –una artista plástica– y su padrastro guitarrista. El álbum, que contenía versiones de algunos clásicos pop (entre ellos “Fool on the Hill”, de Los Beatles), fue relativamente exitoso en Islandia. Pero Björk no estaba destinada a ser Britney. Basta ver las imágenes en blanco y negro que la muestran de nena, con el flequillo hachado y la inocencia a punto de esfumársele de la mirada. Era cuestión de un par de años hasta que la chiquita prodigio, rápidamente alejada de la máquina de hacer muñecas descartables, se enamorara del punk y abrazara la idea de una adolescencia de terrorismo cultural. Entonces cantó en un par de grupos olvidados –Exodus, Jam 80– y, en 1983, asociada a otros personajes del rock inteligente de la isla, le dio voz a KUKL, que luego derivaría en The Sugarcubes, un fenómeno nacional que logró saltar el mar helado y hacerse conocer en el oeste de Europa.
Ya en el tiempo de los Sugarcubes (fines de los 80, principios de los 90) Björk era el comentario obligado del rock arty anglosajón. Bono, líder de U2, aparece en la película recordando lo mucho que le impactó ver por primera vez en vivo a esa chica de rasgos esquimales. “Su voz era un pico de hielo. Sonaba toda la banda, pero yo no podía escuchar más que a ella, a esa voz”. Y Björk, paseándose por los caminos de las afueras de Reykjavik, las calles de Londres o en la cima de una montaña española (sus sucesivos lugares de residencia, adonde la fueron llevando las obligaciones profesionales, el asedio mediático o el intento de homicidio por parte de un fanático demente) recuerda el momento en que ella no era más que su voz, una increíble voz casi anónima en un país joven, ubicado en la primera línea de la carrera tecnológica pero con un reservorio cultural de pueblo chico. “Tenía temor a la mediocridad, al materialismo y a la rutina de una ciudad pequeña”, confiesa ella.
El documental, además, cuenta una historia paralela que es en definitiva imprescindible: la interacción entre la obra de Björk y las fuerzas naturales de su tierra. Heroína nacional absoluta, Björk consiguió que sus discos –Debut, Post, Telegram, Homogenic, Vespertine– transmitieran la rudeza volcánica de la isla, su melancolía y su aislamiento. Llevar esa especie de identidad geológica a las pistas de baile de todo el planeta se vivió como un triunfo colectivo entre los habitantes de la ex colonia danesa. La señora Nigdis Finnbogadottir, presidenta de Islandia durante el período 1980-1996, también aporta su testimonio, como si sólo fuera otra de sus admiradoras, y compara a la cantante con los personajes de las antiguas sagas de su tierra. Por eso no fue del todo sorpresivo cuando, un par de años atrás, el Estado decidió ceder una de sus islas a Björk, esa sílaba de ortografía enrevesada que, allá en Islandia, equivaldría a la suma de Gardel y Maradona.