ESPECTáCULOS
El poeta Miguel Piñero, una vida de cuatro décadas al límite de todo
Sin pasar por el cine, se edita la película que retrata la vida de uno de los artistas latinos en EE.UU. más importantes de su época.
› Por Horacio Bernades
El nombre de Miguel Piñero significa poco o nada en la Argentina. No ocurre lo mismo en el seno de la comunidad latina de Nueva York, donde llegó a adquirir una dimensión icónica. Poeta y adicto, dramaturgo y ladrón a mano armada, actor secundario de cine y televisión y bisexual activo, la figura de este puertorriqueño afincado en Estados Unidos –a quien el hígado le dijo basta a fines de los ‘80, cuando tenía sólo 40 años– agranda su tamaño en la medida en que sus tormentosas performances poético-callejeras bien pueden ser tenidas como hermanas mayores del rap. Teniendo en cuenta el auge de la cultura y el mercado latinos en Estados Unidos, no llama la atención que la productora Miramax haya puesto sus ojos en él. Dirigida por el también latino León Ichaso, Piñero se estrenó en su país de origen a fines del año pasado y se exhibió poco más tarde en el Festival de Berlín. Con el hasta ahora mediano Benjamin Bratt en actuación consagratoria, el sello Gativideo lanza la película por estos días en video, sin previo paso por los cines.
Según cuenta Ichaso –exiliado cubano que trabajó en series como “División Miami” e “Historia del crimen”, películas sobre la comunidad latina en Estados Unidos y un par de recientes biografías fílmicas de Jimi Hendrix y Muhammad Alí–, la figura de Piñero lo había atrapado hace rato. Miguel Piñero (o Mickey, como se lo conocía en Nueva York) nació a fines de los años ‘40 y a comienzos de la década del 70 fue a parar a la cárcel de Sing Sing, bajo cargos de robo a mano armada y narcotráfico. A partir de esa experiencia produjo la obra de teatro Short Eyes, que tuvo gran repercusión en el momento de su estreno en Nueva York, ganó varios premios Tony y contó con una versión cinematográfica. Poco más tarde, Piñero -cuyo torrentoso estilo poético ostentaba la marca al agua de la beat generation– resultó uno de los principales animadores del Nuyorican Poets Cafe, por cuyo escenario pasaron, como invitados, los mismísimos Allen Ginsberg, William Burroughs, Gregory Corso y Lawrence Ferlinghetti.
Autor del guión, Ichaso decidió apretar esas cuatro décadas vividas al filo de la navaja en 90 minutos en los que el brochazo adquiere rango de figura de estilo. A diferencia de la mayoría de las biografías cinematográficas –incluida la reciente de Reynaldo Arenas–, Piñero pulveriza toda cronología o hilo narrativo, practicando un zapping vertiginoso entre las distintas etapas de la vida del personaje. Voluntariamente desordenada, tan caótica como la propia vida y obra de Piñero, el permanente paso del blanco y negro al color y del digital al fílmico acentúa la cualidad fracturada de la película, que la frecuente utilización de cámara en mano, las irrupciones salseras y el montaje abrupto terminan de potenciar. Más que una vida y un personaje, lo que surge de este material, para bien y para mal, son pantallazos de vida. O pinchazos, para utilizar una jerga más pertinente. En su veloz sucesión cobra tanta importancia un apasionado recitado público como un encuentro íntimo con un travesti, una visita a un “picadero” de heroína como un breve regreso a la tierra natal, un hurto callejero como la vasta colección de disputas, escandaletes y pendencias.
Asoman por allí otros poetas “neoyorriqueños” (entre ellos Miguel Algarín, mentor de Piñero a quien encarna el siempre excelente Giancarlo Esposito), el empresario teatral Joseph Papp (el veterano actor de teatro Mandy Patinkin), la compañera del protagonista (la supersexy y tal vez excesivamente hollywoodense Talisa Soto) y su mamá, interpretada por esa figura señera de la actuación latina que es Rita Moreno. Sobre todos ellos se eleva Benjamin Bratt, cuyos mayores créditos hasta el momento habían sido su protagónico en la serie “La ley y el orden” y los cuatro años que duró en el papel de novio de Julia Roberts. Asumiendo un rol para el que previamente habían circulado los nombres de Johnny Depp, Benicio del Toro, John Leguizamo y hasta el salsero Marc Anthony, a cargo de un personaje aveces simpáticamente atorrante y otras simplemente repudiable, espasmódicamente inspirado o patético, pero siempre histriónico y carismático, Bratt consuma uno de esos tours de force que suelen cambiar para siempre la carrera de un actor. Y encima se da el lujo de otorgarle al film entero, por su sola composición, una organicidad a la que, de no ser por él, difícilmente podría aspirar.