Jue 24.01.2002

ESPECTáCULOS

El día que los amantes de Verona cayeron seducidos por el tango

“El romance del Romeo y la Julieta” reformula el drama de Shakespeare en clave de ópera rantifusa, contando su historia como un collage y con el aporte de un elenco joven, desenvuelto y –lo mejor de todo– afinado.

Por Cecilia Hopkins

Originada en la ampliación de la obra que Julio Tahier llamó Cantate un tango, Romeo (pieza que el autor escribió siguiendo de cerca la tragedia shakesperiana, pero en clave de humor), El romance del Romeo y la Julieta, en versión y dirección de Manuel González Gil y Rubén Pires, mantiene las características originales de “ópera rantifusa”. Sin parlamentos de larga extensión, el argumento se desarrolla según un mecanismo de collage que reúne sin dejar resquicio una multitud de fragmentos de tangos y milongas, más alguna que otra zarzuela y bolero. Situado en algún rincón de Monserrat, prospera este extraño mundo rante en el que aún no han sido abolidos los títulos nobiliarios. Habitado por familias que, como los Montescos y Capuletos, juegan a enfrentarse en las calles, formando estilizadas hinchadas de fútbol (unos de Independiente, otros de Racing) que, a pesar de la hostilidad que se profesan, terminan acatando la palabra de la autoridad reinante –el Príncipe– que sale a poner fin a los enfrentamientos.
Recio y seguro de sí mismo, el Romeo que interpreta Guillermo Fernández irrumpe en el bar donde lo esperan sus amigos Mercucio y Benvolio, cantando un previsible “Cafetín de Buenos Aires”, para luego internarse en las quejas de un amor perdido que, se sabe, echará al olvido apenas conozca a la hija de los Capuleto. Cerrada la escena del bar, el compás del 2x4 deja paso a unos aires criollos y al entorno doméstico de la ropa colgada y por planchar de una casa del barrio. Esta es la referencia musical que prefiere Julieta (una Florencia Peña desenvuelta y entonada) para dar a conocer a la platea toda su efervescencia adolescente. A un paso del baile donde conocerá a Romeo, la chica encontrará en la fiel ama no solamente una cómplice para sus citas galantes, sino también una consejera de ley al momento de exigirle a Romeo las formalidades del caso antes de la consumación del amor.
El mecanismo del collage funciona especialmente bien en las escenas humorísticas. Este popurrí de canciones es todo un acierto en cualquiera de los enfrentamientos y luchas a punta de cuchillo, en las idas y venidas de la mensajería entre los enamorados, en las escenas con Fray Lorenzo (que por unos patacones serie A y unos dólares acepta casar a la pareja en secreto, además de proveer el falso veneno para fingir la muerte de Julieta). Hay letras de tangos que originan gags verbales muy efectivos, como en la escena en que Mercucio (Walter Laborde) cae acuchillado por Teobaldo (Alfredo Piro), primo de Julieta. Otros tangos instalan climas apropiados cuando los personajes describen sus sentimientos, siempre que la situación no se prolongue en exceso, como ocurre cuando Romeo y Julieta cantan “El día que me quieras” en la famosa escena del balcón, en tren de pulsar –y sostener– la cuerda sentimental. Los pasajes más dramáticos (la despedida de los enamorados y la muerte de Julieta) también encierran el peligro de comprometer un tono demasiado alejado de aquello que se plantea como el espíritu general de este musical. Porque cuando se eliminan por completo la ironía y el humor, el espectáculo muestra un costado algo pretencioso, a pesar de la entrega de los intérpretes: buena parte del juego y la frescura se escurren en pos de un sentido de verdad que parece corresponder a otro contexto.
Por otra parte, la dirección supo aprovechar las virtudes y habilidades de un elenco joven y dispuesto. De esta manera, el espectáculo brinda un marco propicio para el lucimiento de las voces de Guillermo Fernández y Claudia Pisanu, entre otras, o para hacer lugar a las cómicas evoluciones de ballet de Maximiliano Accavallo en el rol del conde París, al desparpajo de Luis Longhi (Benvoglio) y Omar Kuhn (Fray Lorenzo) y las rítmicas apariciones de las procaces viudas que secundan al cura.

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