ESPECTáCULOS
Una película destinada a originar controversias
› Por Horacio Bernades
Durante la ceremonia de cierre del Festival de Cine Independiente de Buenos Aires, en abril de este año, el premio que el jurado de la crítica concedió a La mujer de mi vida fue recibido por algunos de los presentes con indisimulada irritación. No es difícil adivinar por qué. Este film israelí, opera prima del realizador de origen georgiano Dover Kosashvili, es una película tan molesta como desconcertante. Parece una comedieta vulgar, puro costumbrismo rústico y elemental, y en verdad lo que hace Kosashvili es mimetizarse con todo ello para elaborar un discurso sobre la intolerancia de altísimo poder revulsivo, y que tiene el plus de jamás denunciarse como tal. Se trata de uno de los films más interesantes –de los más incomodantes– vistos aquí en bastante tiempo.
Todo es feo y rechinante en La mujer de mi vida, desde las costumbres que se muestran hasta los decorados. No podría ser de otra manera, ya que la intención del treintañero Kosashvili es mostrar ese mundo de inmigrantes rusos en Haifa tal como el ojo lo ve, sin mediaciones ni filtros impuestos por el buen gusto. Desde la escena inicial el espectador se ve confrontado con el malestar, y éste no lo abandonará. El padre y la madre del protagonista lo llevan de la nariz rumbo a un matrimonio arreglado, de una manera que sería totalmente fuera de lugar aun si éste fuera un adolescente impúber. Y sin embargo, Zazá (Loui Azhkenazi) no tiene ni 15 ni 18 años sino que es un grandulón de 31. Zazá estudia Humanidades y espera recibirse de filósofo, vocación que en ese ambiente familiar y comunitario cotiza casi tan alto como la de recolector de residuos.
En un departamentito que, como todos los interiores que se ven en La mujer..., parece decorado por el enemigo, Zazá y la joven y resignada candidata serán sometidos a una serie de rituales de humillación. Entre esas cuatro paredes sin un solo espacio libre de flores, estampados y listones, un matrimonio se negocia como el precio de una tela barata y si hay un convidado de piedra, esos son los candidatos a casarse. No se casarán, porque Zazá esconde un secreto que no osa blanquear ante sus terribles padres: tiene una mujer, a la que suele visitar en su departamento. Pequeño problema: Judith (la notable Ronit Elkabetz) es mayor que él, tiene una hija y es de ascendencia árabe. Todo lo cual la convierte, ante los padres del novio, en la encarnación misma del mal. El papá (delgado como un fósforo), la mamá (casi un tanque de guerra, además la mamá del realizador) y la parentela entera mutará, de allí en más, en lo más parecido a un ejército de ocupación que una familia haya sido jamás. “No van a parar”, le advierte un alma caritativa a Judith, y tiene razón.
En esa guerra, si algo pone los pelos de punta no es tanto el completo arrasamiento de las libertades individuales de la pareja (y de la pobre hija de Judith) sino la pasividad con que el protagonista contesta cada muestra de brutalidad familiar. La mujer... no sería una película muy distinta a las tantas sobre familias disfuncionales que el cine contemporáneo entrega (a esta altura, un género tan convencional como cualquier otro) si su realizador la hubiera narradodesde el distanciamiento irónico. Con lucidez, Dover Kosashvili hace exactamente lo contrario: en lugar de tomar distancia, se zambulle en ese mundo hasta la médula, hasta el punto de no diferenciarse de él. Filma la fealdad con fealdad, ilumina los ambientes con una luz elemental y lleva la escritura cinematográfica a un deliberado “grado cero”, dejando el hueso expuesto, en crudo.
En La mujer de mi vida, la desnudez luce tosca, los chistes son de mal gusto, las escenas de sexo parecen registradas por una cámara como de reality y las reuniones familiares evocan el interminable y exasperante ceremonial de una filmación social. Encima, el único alter ego con que el espectador cuenta en la ficción es un héroe de mirada vacuna y brazos caídos, que acepta lo peor como quien mira caer la lluvia. Que nadie espere un final tranquilizador: La mujer de mi vida es de esas películas que dejan al espectador a solas y desnudo, enfrentado con su propia impotencia y sin timón de donde agarrarse.
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