Sáb 16.11.2002

ESPECTáCULOS  › DESDE MAÑANA, UNA COLECCION FUNDAMENTAL DE DANIEL VIGLIETTI

El encanto de las canciones chuecas

La serie de CD que Página/12 ofrece a sus lectores presenta los primeros tres títulos del cantor uruguayo, un referente de la canción comprometida, fundador del mítico Canto Popular junto a Alfredo Zitarrosa y Los Olimareños.

› Por Fernando D´addario

El cantor uruguayo Daniel Viglietti no derrocha palabras en su contacto cotidiano con el mundo exterior: parece medirlas primero en su intensidad, dibujarles un sentido y apresar su significado más hondo. Recién entonces, y llevado por una cierta resignación, las libera. Hay quienes ven en este procedimiento inconsciente un resabio de timidez o un alarde de sobriedad. Sus canciones exhiben el mismo tratamiento formal, sólo que parecen inflamarse en el camino que va desde esa garganta grave y severa, y su encuentro con el público. La palabra justa, el acorde necesario, cobran en ese trayecto otra significación, como si las tradujera el espíritu de su época. A más de treinta años de su composición, muchas de esas canciones perdieron su urgencia contextual y pasaron a formar parte de una memoria activa, comprometida con una ética atemporal. Desde mañana, con su edición habitual, Página/12 editará tres discos fundamentales de Viglietti: Canciones para el hombre nuevo, Canto libre y Canciones chuecas.
Se trata de sus melodías y letras más reconocidas, las que modelaron su prestigio insensible a las modas y las tendencias: “A desalambrar”, “Canción del hombre nuevo”, “Gurisito”, “El Chueco Maciel”, son algunas de las que llevan su firma. Otras, no menos famosas, como “Duerme negrito”, “Me matan si no trabajo”, “Coplas de Juan Panadero” y “Qué dirá el santo padre”, expresan el estado de simbiosis natural en que vivieron, alguna vez, el cancionero anónimo, la poesía de Nicolás Guillén, los versos inflamados de Rafael Alberti, la aspereza de Violeta Parra, el laconismo criollo y universal de Atahualpa Yupanqui. Viglietti sintetizó aquella atmósfera liberadora que atravesó a todos esos autores, y que transitó, como una epopeya única, la independencia cubana, la guerra civil española, la lucha armada en Latinoamérica.
Un breve apunte histórico obliga a destacar que Viglietti fue uno de los fundadores del denominado Canto Popular Uruguayo (CPU), una institución sin bronces ni estatutos que cobijó como socios principales a Alfredo Zitarrosa y Los Olimareños. Una búsqueda de lo criollo, más que una apertura a lo afro, marcó el camino de Viglietti dentro de la música de su país. Su madre, pianista clásica; su padre, guitarrista y folklorólogo, determinaron las coordenadas básicas de su estilo: un virtuosismo ascético le dio a su mano derecha las herramientas necesarias para desgranar con sutileza milongas, estilos, zambas, valsecitos. El folklore argentino de proyección y el movimiento Nuevo Cancionero enriquecieron su concepción ideológica vinculada a la música. Conoció, como tantos compañeros generacionales, la cárcel, la tortura y el exilio. También el regreso, la relectura de los años revolucionarios, la rebeldía frente a la derrota. Hay imágenes relativamente cercanas que recuperan esa voz grave y ese cuerpo desgarbado: sus shows esdrújulos y, fundamentalmente, sus recitales A dos voces con Mario Benedetti. En especial uno, en 1994 en el Gran Rex, con Juan Gelman como invitado.
En todos sus recitales se entrega, como llevado por una fuerza que lo supera, a la interpretación de “A desalambrar”, una de las canciones incluidas en Canciones para el hombre nuevo. Un tema que recorrió caminos diversos, algunos previsibles, otros no tanto: el mismo Viglietti se sorprendió cuando, en la Nicaragua revolucionaria, vio a unos campesinos cantar la canción de principio a fin, como si la conocieran de toda la vida (tal vez fuera así); la perplejidad terminó de dominarlo cuando escuchó una versión filipina de su himno latinoamericano, ése que inmortalizó: “Si molesto con mi canto/a alguno que ande por ahí/le aseguro que es un gringo/o un dueño del Uruguay”. En este caso, le explicaron, “A desalambrar” acompañaba las luchas de los campesinos filipinos que habían sido despojados de sus tierras. Viglietti se convenció, entonces, de que su canción ya no le pertenecía, que se había convertido, misteriosamente, en folklore.
Lo mismo ocurre con buena parte de su cancionero. Una música desnuda(a él mismo le gustaba precisar así la dimensión de su arte), y llena de símbolos y de guiños. Este primer disco incluye además notables musicalizaciones de textos de García Lorca (“Remanso”, “Remansillo”, “Variación”, “Cortaron tres árboles”) y poesías de Rafael Alberti (“Remontando los ríos”, “Mi pueblo”) y César Vallejo (“Pedro Rojas”). Viglietti había bautizado Trilce a su hija en homenaje al célebre poeta peruano. Canto libre, el segundo cd, abre el juego a otros autores. Allí están la notable –y poco reconocida– Idea Vilariño, en “A una paloma”, Violeta Parra en la simbólica “Mazúrquica modérnica”. Los alcances históricos tienden un arco entre la lucha de los treinta y tres orientales Luego (“Esta canción nombra”: “¡Vamos todos juntos con la bandera! ¡Libertad o muerte!”) y la guerra civil española, en las “Coplas de Juan Panadero”, de Rafael Alberti: “Siempre seguirá cantando/y seguirá maldiciendo/hasta que el gallo del alba/grite que está amaneciendo”.
En una antología de Viglietti no podía faltar “El chueco Maciel”. La historia de un gurí a quien la pobreza llevó de Tacuarembó a un cantegril (villa miseria) montevideano. El hambre estructural, un robo furtivo, el gatillo fácil como castigo. Un recorrido multiplicado por miles, treinta años después. “Los diarios publican dos balas/son diez o son mil/mil ojos que miran/desde el cantegril”, cantaba el uruguayo, y la realidad no se atreve a desmentirlo.

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