ESPECTáCULOS
› UN PERIODO MUY COMPLEJO PARA LA EXHIBICION DE CINE INTERNACIONAL
El año en que el cine sufrió la devaluación
La devaluación empujó a las distribuidoras independientes a cuarteles de invierno, y la cartelera acusó el impacto. Hubo menos estrenos, pero también menos riesgo. Así, abundaron los productos-Hollywood, en más de un caso teñidos por el belicismo de la era Bush Jr. A pesar de todo, quedó espacio para films necesarios.
› Por Luciano Monteagudo
Definitivamente, 2002 no fue el mejor de los años. Y para el cine internacional estrenado en Buenos Aires tampoco. En primer lugar, bajó drásticamente la cantidad de estrenos, que en los últimos tres años supo ser de unos 225 títulos y ahora descendió a unos 170, un nivel que corresponde a la cartelera de 1998, cuando todavía no se había producido la gran apertura hacia nuevos cines y modos de relato que hizo de la ciudad una de las más ricas del continente en materia de oferta cinematográfica. Esa importante franja de público que en los últimas temporadas fue capaz de responder –con fidelidad, con pasión, con rigor– a las películas más innovadoras y exigentes, pero que a cambio le devuelven la confianza en el cine como medio de conocimiento y experiencia estética, sigue estando allí. La diferencia, este año, fue que los distribuidores independientes, ante la brutal devaluación, se retrajeron sensiblemente en la compra de material. En la mayoría de los casos, no podían recuperar en pesos una inversión que había sido en dólares, lo que les llevó a llamarse a cuarteles de invierno o a estrenar sólo aquellos títulos de una segura, sostenida eficacia comercial. De riesgo, ni hablar. En todo caso, siguieron aquella vieja estrategia que proponía el maestro Alfred Hitchcock para los momentos de incertidumbre: run for cover, ponerse a cubierto.
El resultado fue entonces no sólo una merma de la cantidad sino también de la calidad. Aunque hubo films extranjeros –el cine argentino se revisó en otro balance y es, a todas luces, un caso aparte– que merecieron el interés de la crítica y la atención del público, vista en conjunto la temporada 2002 no fue precisamente brillante, ni mucho menos. El espacio vacante de pantalla que dejaron los films independientes fue ocupado rápida, masivamente por las producciones de las compañías representantes y subsidiarias de los grandes consorcios multinacionales, llamadas en la jerga del medio majors. Las majors –que ahora tienen divisas fuertes en el mercado– no sólo lanzaron los tanques de boletería que siempre, en cualquier temporada estrenan y que este año fueron básicamente El hombre araña, el Episodio II: el ataque de los clones de la saga de La guerra de las galaxias y ahora a fin de año Harry Potter y la cámara secreta, también coparon la plaza indiscriminadamente con un conjunto de morralla como hace tiempo Buenos Aires no veía.
Entre ese blitzkrieg de chatarra llegó haciendo sonar bien fuerte sus tambores de guerra todo el ejército de películas con el cual el último Hollywood parece haberse sumado –no sólo con la bendición oficial sino también con apoyo logístico– a la encendida campaña bélica de la administración Bush Jr. Fue así como aparecieron, uno detrás de otro, títulos como La caída del halcón negro (la película de Ridley Scott que glorifica la trágica intervención estadounidense en Somalía, en 1993), Tras las líneas enemigas (una secuela trash de Top Gun, en la que un piloto estadounidense solitario logra derrotar a todo el ejército serbio) y Fuimos soldados (donde Mel Gibson reivindica la guerra de Vietnam como gesta patriótica). El antídoto contra tantas barras y estrellas –que flamearon también en Códigos de guerra, de John Woo, y en la miniserie Band of Brothers, producida por Steven Spielberg– provino, en todo caso, del estreno de la versión restaurada y modificada de Apocalypse Now!, que sigue siendo, hoy como hace 22 años, no sólo el mejor film de Francis Ford Coppola sino también uno de los más valiosos del cine estadounidense de las últimas décadas.
Y de Estados Unidos llegaron también –aunque del campo del cine independiente– algunos de los mejores films del año, empezando por El camino de los sueños, un viaje sin certezas por el inconsciente, un auténtico laberinto de sueños y pesadillas que hacen de la película de David Lynch su creación más perturbadora desde su obra maestra de 1986,Terciopelo azul. Aunque respaldado por la Warner, otro indie de Hollywood, Wes Anderson, entregó esa bizarra celebración de una familia fuera de norma que fue Los excéntricos Tenenbaum, con uno de los mejores elencos del año, encabezado por Gene Hackman y Anjelica Huston. Con Despertando a la vida, Richard Linklater confirmó que el cine de animación no es territorio exclusivo del público infantil. Y ya desde un costado más radical, el enfant terrible Todd Solondz propuso su inquietante díptico Storytelling, en el que confronta al espectador no sólo con algunos asuntos que suelen ser tabú, particularmente en el cine estadounidense –racismo, discriminación física y sexual, explotación social– sino también con la manera de abordarlos. En el cine de Solondz no hay manual de instrucciones ni hoja de ruta, sólo un puñado situaciones tomadas de la observación de las costumbres de la vida suburbana norteamericana y expuestas con un grado de desnudez que las puede hacer tan graciosas como intolerables.
Por el lado del cine europeo, aunque con muchas menos opciones que otros años, se lució particularmente Francia, que sigue teniendo el reaseguro de sus viejos, siempre jóvenes maestros, como Claude Chabrol (de quien se vio el largamente postergado Un asunto de mujeres) y también talentosos recienvenidos, como Laurent Cantet. El director de Recursos humanos llegó para inaugurar en abril la cuarta edición del Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente –que, dicho sea de paso, en diez días consiguió reparar con creces las omisiones de la cartelera comercial– y entregó con El empleo del tiempo uno de los grandes films del año. Se diría que lo más fascinante del nuevo film de Cantet, aquello que hace que la obra mueva a una constante reflexión, es su capacidad de plantear una infinidad de preguntas –sobre la constitución de la sociedad, sobre la naturaleza del trabajo, sobre el rol de la familia– sin condescender a dar las respuestas. Simplemente expone la necesidad, y también la dificultad, de enfrentarse a esas preguntas.
Otra de las grandes novedades del cine francés fue La dama y el duque, un film que, a pesar de transcurrir en tiempos de la Revolución Francesa, puede ser considerado absolutamente contemporáneo, en un doble sentido. Por una parte, Eric Rohmer consiguió que las peripecias políticas y románticas de la aristócrata Grace Elliott parecieran desarrollarse en un puro tiempo presente, como si fuera uno de los episodios de Tres romances en París (el otro film del director que pasó por la cartelera de Buenos Aires). Por otra parte, La dama y el duque estimula la discusión política de un hecho histórico (aun cuando se difiera con el punto de vista adoptado, o precisamente por ello) y hace del pasado una materia viva, incandescente.
Del resto de Europa parecieron llegar solamente los grandes nombres. España estuvo presente con la última de Almodóvar, Hable con ella, protagonizada por Darío Grandinetti. Alemania se hizo notar con la luz solitaria de Doris Dörrie y su Sabiduría garantizada. Y Nanni Moretti, con La habitación del hijo, que marcó un viraje en su obra hacia un cine de prosa, se vio en la necesidad de defender los colores de Italia contra El último beso, un retrato generacional de los hombres y mujeres de treinta y pico que en su deliberada actualización de ciertos arquetipos del love italian style permite sospechar de cierta demagogia, de un solapado elogio del conformismo.
El cine asiático fue el que más sufrió con la crisis. Dos postergadas obras maestras, Platform, de chino Jia Zhang-ke, y Sonatine, de Takeshi Kitano, se vieron en infames copias en video (otra de las constantes del año, que también afectó a Después de la reconciliación, de Anne-Marie Mieville, con Jean-Luc Godard, y a Hedwig and the Angry Inch, de John Cameron Mitchell). Kitano se tomó revancha como protagonista y director de Hermano y como actor solamente en Batalla real, de Kinji Fukasaku, un film que se atreve a llevar hasta las últimas consecuencias las premisas de los reality shows y que quizá por ello pasó injustamente inadvertido por la mediática Buenos Aires. Por el lado de América latina, le tocó al brasileño Luis Fernando Carvalho, con su monumental A la izquierda del padre, dar una verdadera idea de las posibilidades del cine de la región, en contra de los estereotipos y lugares comunes de productos como Detrás del sol y la americanizada Frida protagonizada por Salma Hayek.