ESPECTáCULOS
› “AL CABARE NO VOY”, DE OMAR AITA
Un macho argentino
Alicia Zanca dirige a Ricardo Miguelez en un unipersonal que se emancipó de un espectáculo anterior, compuesto de monólogos. La historia es la de un hombre sólo, que mientra bebe cuenta su vida
› Por Cecilia Hopkins
El dramaturgo Omar Aíta no presenta en el personaje único de Al cabaré no voy a un pariente directo del tosco padre de familia que imaginó para El mal de la paloma. No obstante, ambos coinciden en su machismo recalcitrante y sus trastornos afectivos, que negarán hasta el final. Más contenido y sobrio que aquel hombre –aunque no sea a causa de abstinencia de alcohol–, Aníbal lleva la procesión retumbándole por dentro, aunque tampoco quiera admitirlo. De todos modos, no le costará mucho al espectador imaginar las razones que sustentan su prédica a favor de la soledad, la que lo insta a repetir a modo de latiguillo una frase (“Yo... a mí... me gusta estar solo”) que con múltiples variantes enhebra de comienzo a fin todo el discurso que dispara mientras consume sucesivas medidas de ginebra.
Estrenada bajo la dirección de Alicia Zanca e interpretación de Ricardo Miguelez, la obra siguió su curso en el bar de Liberarte luego de haber formado parte de un ciclo de monólogos durante el año pasado. Si en esa oportunidad el personaje hablaba como para sí mismo en su propio living enfundado en un ridículo atuendo de entrecasa (foto), ahora viste con la corrección de quien va de noche a tomarse un trago a un lugar público. Mientras tanto, va poniendo al espectador en el lugar de ese interlocutor que, en un comienzo, parece ocupar un lugar indeterminado del espacio. Los recuerdos no tardan en aparecer cuando el desahogo se impone, pero el pasaje de un tópico a otro le brinda a Aníbal un buen pretexto para permitirse el sorbo distraído y silenciar por un instante su íntima perorata.
La única digresión textual que lo aparta de su historia personal se la imponen los breves comentarios que le sugieren el vaso y su contenido. Al cabaré no voy expone la voluntad de un solitario de pasar revista a sus costumbres secretas. Así surgen en el relato sus largas caminatas nocturnas, sus relaciones higiénicas con alguna que otra mujer, sus visitas a decadentes locales nocturnos y hasta las aficiones más desconcertantes para un personaje de su laya, a saber, la poesía y la cocina. Sin crispaciones ni prisas, Miguelez hace hablar a su personaje con estudiada displicencia, sin que esto le impida encocorarse de pronto en caso de tener que vérselas con alguien que busque contradecirlo desde la platea, claro está, antes del quiebre final.
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