Sáb 25.01.2003

ESPECTáCULOS

Una galería de freaks, condenados a vivir en estado de alerta total

“Hasta el cuello”, de Barry Sonnenfeld, es adrenalínica y alocada, pero en definitiva parece girar alrededor de su propio vértigo.

› Por Horacio Bernades

Un tropel de personajes reunidos por el azar, mucha velocidad, diálogos tan ácidos como los de un David Letterman de novela negra y esa clase de nihilismo de baja intensidad, que suele expresarse en una interminable sucesión de situaciones absurdas. Todo esto estaba ya presente en El nombre del juego (Get Shorty) y vuelve a aflorar ahora –elevado a la enésima potencia– en Big Trouble, la película de Barry Sonnenfeld que por estos días edita el sello Gativideo, con el título de Hasta el cuello. Algo así como el punto justo en que Get Shorty se cruza con El mundo está loco, loco, loco, Hasta el cuello es la película anterior a Hombres de negro 2 (también dirigida por Sonnenfeld) y vio demorado su estreno estadounidense durante varios meses, hasta que finalmente se la conoció en abril del año pasado. Sucede que, sobre el final de la película, unos malandras de tres por cuatro secuestran un avión con una bomba nuclear adentro, y allá por septiembre del 2001 el público estadounidense no estaba de humor para bromas que tuvieran que ver con aviones, secuestros y terroristas.
Con un gigantesco elenco lleno de nombres famosos (desde el cómico televisivo Tim Allen hasta René Russo, pasando por Tom Sizemore, Janeane Garofalo, Dennis Farina y Stanley Tucci), todo ocurre en Miami, lo cual no hace más que acentuar el aire de familia con El nombre del juego. Y todo quiere decir todo, realmente. En apretadísima síntesis, estos son algunos de los personajes que se hunden Hasta el cuello: un ex periodista expulsado del Miami Herald, a quien su hijo vive reprochándole su condición de perdedor (Tim Allen), un alto ejecutivo dedicado a los asuntos más sucios de su empresa (Tucci) al que nadie odia tanto como su esposa (Russo) y la hija de ésta (Zooey Deschanel, una de las groupies de Casi famosos), los ex presidiarios más idiotas del mundo (Tom Sizemore y Johnny Knoxville), una mujer policía (la reaparecida Janeane Garofalo, siempre actuando como si no le quedara más remedio) y su compañero (Patrick Warburton, inolvidable novio idiota de Julia Louis-Dreyfuss en la serie “Seinfeld”), dos asesinos a sueldo que no logran asesinar a nadie (uno de ellos, Farina), un hippón con aspecto de santo de la Biblia (el eternamente “volado” Jason Scott), dos agentes del FBI tan “cara de piedra” como los protagonistas de Hombres de negro (los morochos Omar Epps y Heavy D.), dos rusos traficantes de armas y tantas otras criaturas, que su sola mención agotaría la edición completa del diario de hoy.
¿Qué hace toda esa gente persiguiéndose y escapando por toda Miami, desde los barrios más residenciales hasta el aeropuerto y de ida y vuelta hasta los vecindarios más inmundos? Todo se acumula a tanta velocidad que no es fácil decirlo, pero lo seguro es que ninguno de ellos eligió que le pase lo que le pasa. Como en El nombre del juego, nadie es aquí ni demasiado honesto, ni demasiado brillante en lo suyo, ni demasiado consciente de cómo hacer para frenar el endiablado encadenamiento de circunstancias fortuitas que los tiene de aquí para allá. A diferencia de El mundo está loco, loco, loco, no es tanto la ambición lo que los mueve como el puro azar, cuya peligrosidad se ve representada por cierta valija metálica que contiene una bomba nuclear, McGuffin que pasa de mano en mano y que permite unir todas las historias.
Lo más misterioso de todo es que semejante vértigo físico –no muy lejano de los tropezones, bloopers y carreras del cine cómico mudo– se base en una novela. Resulta difícil de imaginar cómo se habrá expresado toda esta agitación en palabras. Lo seguro es que Sonnenfeld sabe cómo darle fluidez al atropello, pasando de un embrollo a otro como si fuera lo más natural del mundo. No hay duda de que el realizador de Hombres de negro domina el arte del encadenamiento. También el del timing, que le permite exponer los diálogos apenas lo suficiente y al paso, y esa combinación de sugerencia con falta de acentuación que los anglosajonesllaman understatement y que en castellano podría traducirse aproximadamente como “sobreentendido”. Si Hasta el cuello termina resultando bastante extenuante (como ocurría en Jim West, la película más floja de Sonnenfeld) es tal vez porque la historia no deja de dar vueltas sobre sí misma y termina por no ir a ninguna parte. Pero es posible que sea allí, a ninguna parte, donde a Mr. Sonnenfeld más le guste ir.

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