Jue 13.02.2003

ESPECTáCULOS

El cine argentino empezó a brindar en la Berlinale

El corto “En ausencia”, de neto corte político, obtuvo el Oso de Plata. Su joven directora, Lucía Cedrón, confía en que este envión la ayudará a rescatar la obra de su padre, Jorge Cedrón.

› Por Luciano Monteagudo

Ya pasaron por la Berlinale Kamchatka, de Marcelo Piñeyro, que participó de la sección oficial Panorama (no competitiva), y el film de animación Mercano el marciano, de Juan Antín, por el Foro del Cine Joven, pero el cine argentino sigue dando que hablar en la ciudad. El Oso de Plata –segundo premio— que ganó la noche del martes En ausencia, de Lucía Cedrón, en la competencia internacional de cortos, fue festejado por toda la delegación, que disfruta ahora la presentación en el Forum del llamado “cine piquetero”, un conjunto de videos de distintos grupos que vienen documentando las marchas y movilizaciones callejeras que sacuden a Buenos Aires desde diciembre de 2001.
El corto de Cedrón (como ya informó en su momento Página/12) también tiene una fuerte marca política. En apenas 15 minutos de duración, da cuenta de la evocación que hace una mujer joven –mientras espera el resultado de su test de embarazo– de sus últimas horas en la Argentina, antes de partir al exilio, amenazada por la dictadura militar. Es un tema que la directora conoce bien de cerca: nacida en 1974, Lucía tuvo que exiliarse con su familia en 1976 y, en 1980, su padre, el cineasta Jorge Cedrón (director, entre otros films, de Operación masacre, sobre el libro de Rodolfo Walsh), fue asesinado en París por un grupo de tareas de la Junta Militar. Ahora, después del premio de la Berlinale, Lucía no sólo piensa en su corto sino también en rescatar el cine de su padre: está preparando una retrospectiva completa de su obra (que incluye, entre otros films, uno legendario: El habilitado), que presentará a fines de abril, en el marco de la quinta edición del Festival de Cine Independiente de Buenos Aires.
La competencia oficial de la Berlinale, por su parte, ya entra en su fase final (los premios se darán a conocer pasado mañana) y, salvo alguna excepción, no dio hasta ahora demasiado lugar a las sorpresas. El cine alemán se apuntó un gran éxito de público con Goodbye, Lenin!, una comedia que satiriza los cambios que debió afrontar Berlín Este con la caída del Muro, y un reconocimiento de la crítica con Lichter (Luces distantes), la historia coral de un grupo de desplazados de la prosperidad de la “nueva Alemania”, que convierte en ciudadanos de segunda a polacos, rusos y ucranianos exiliados. Pero sus respectivos directores, Wolfgang Becker y Hans-Christian Schmid, no son precisamente recién llegados y tienen unos cuantos films a sus espaldas.
Otro tanto podría decirse del cine francés en competencia. La excelente Flor del mal que trajo Claude Chabrol a Berlín no hizo sino confirmar la eterna vigencia de este maestro, mientras que Patrice Chéreau, que dos años atrás se llevó el Oso de Oro por Intimidad, ahora volvió al festival con otro film que habla de la soledad y la desesperación, un poco a la manera de El hombre herido (1983), la primera película con la que se dio a conocer fuera de Francia. Ahora se trata de Son Frère (Su hermano), un film sobre el dolor, sobre la degradación del cuerpo y el rostro que trae aparejada la enfermedad. “La enfermedad como metáfora”, diría Susan Sontag de esta película hecha de primeros planos y planos detalle de un hombre joven que se va deteriorando inexorablemente con el avance de un mal desconocido (que no es el sida), y de su hermano, que lo acompaña con fidelidad, pero que nunca alcanza a mitigar esa caída, que también parece arrastrarlo a él.
Son Frère no es precisamente fácil de ver, pero tiene un rigor y una solidez que la hacen mucho más llevadera que Petites Coupures (Pequeños cortes), el tercer largometraje francés en competencia en la Berlinale, una comedia que nunca se atreve a asumirse como tal. Un poco como el film de Chéreau, el de Pascal Bonitzer (ex crítico de Cahiers du Cinéma y guionista habitual de André Téchiné, Raúl Ruiz y Jacques Rivette) también es una reflexión sobre el cuerpo y sus heridas, pero en este caso sobre las pequeñas escoriaciones que es capaz de infligirse un hombre (Daniel Auteuil) en su confusa educación sentimental, alguien que nunca alcanza a madurar del todo y que no deja de dañarse a sí mismo y a los demás.
Como Chabrol y Chéreau, el estadounidense Spike Lee también es una figura frecuente en la competencia de la Berlinale, donde ya estuvo con Malcolm X (1992), Get on the Bus (1996) y Bamboozled (2000). A esa lista, Spike sumó ayer La hora 25, quizá su mejor film de los últimos años, adaptación de una novela de David Beniof sobre el último día de un hombre (Edward Norton) antes de cumplir una sentencia de prisión de siete años por tráfico de drogas. Hay un tono elegíaco en el nuevo film de Spike Lee, una suerte de duelo por una vida que pudo ser distinta (y no lo fue) y que tiene que ver también con Nueva York –el escenario obsesivo del cine del director– después de haber atravesado la fecha fatídica del 11 de septiembre. Apenas hay una escena que hace alusión a ese momento y ni siquiera está en ella el protagonista, pero se diría que el film todo parece habitado por ese inmenso vacío que dejaron las Torres Gemelas en el corazón de la ciudad. A ese sentimiento contribuye también la notable banda de sonido compuesta por el trompetista Terence Blanchard, colaborador habitual de Spike Lee, que parece un responso hecho de bronces.
Entre todos estos viejos conocidos de la Berlinale, de pronto sorprendió ayer en la competencia Mang jing, ópera prima del director chino Li Yang, que se ubica en los antípodas de su colega Zhang Yimou, otro clásico del festival. Mientras que Héroe, de Yimou (también en concurso), está concebida a una escala enorme y refiere una historia legendaria, Mang jing tiene apenas tres personajes y unos escenarios despojados, que son los del interior profundo de la China de hoy, donde a las viejas prácticas del socialismo de Estado se suman los peores vicios del capitalismo contemporáneo. Concebido a la manera de un pequeño cuento cruel, la película de Li Yang (un candidato firme a llevarse el mismo premio que dos años atrás ganó Lucrecia Martel con La ciénaga, a la mejor ópera prima) dice mucho sobre las contradicciones de su país, pero lo hace con una sequedad y economía de medios ejemplares.

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