ESPECTáCULOS
› “EL EXPERIMENTO”, DE O. HIRSCHBIEGEL
Tumberos alemanes
› Por Horacio Bernades
¿Qué hace uno cuando no tiene plata? Se anota como conejillo de indias para hacer de prisionero durante dos semanas en una cárcel artificial, parte de una investigación sobre los comportamientos del ser humano en reclusión. La investigación está a cargo de un grupo de científicos y supervisada por el ejército. Pagan buena plata y en las primeras entrevistas cualquiera puede olfatear que los que dirigen el experimento esconden algún esqueleto en el placard. ¿El reality show del 2003? No, aunque en cualquier momento algún productor se apropia de la idea. Si algún mérito tiene El experimento es que deja ver la dosis de sadismo y manipulación que están en la base de todo reality. Aunque en lugar de nominados haya apaleados.
Basada en una novela que, según dicen, tomó al pie de la letra un experimento realizado por la Universidad de Stanford, el disparador argumental de El experimento se parece a Shock Corridor, que Sam Fuller dirigió a comienzos de los ‘60. Allí, un reportero se hacía pasar por loco para conocer cómo era la vida en un manicomio. Aquí, Tarek Fahd (el interesante Moritz Bleitbreu) es un periodista a quien su escaso respeto por la autoridad obligó a ganarse la vida manejando un taxi. Cuando se encuentra con un aviso pidiendo voluntarios, ve la posibilidad de salir de pobre y ganarse la confianza de su ex editor, ofreciéndole la nota y presentándose al día siguiente como cobayo.
Los voluntarios se reparten en dos grupos: doce de ellos “harán” de prisioneros; otros ocho, carceleros. Las reglas son estrictas, pero también un doble mensaje. A los carceleros se les advierte que no podrán castigar a los presos así como así, pero bajo cuerda se los estimula a hacerlo. De no ser así, ¿qué gracia tendría el experimento? Aunque sufra de la sensación de entretenimiento controlado de todo reality, no hay duda de que El experimento toca temas álgidos para la sociedad germana: la tentación por el orden, la fascinación por el autoritarismo, la seducción del uniforme. Y permite ver aquello que los reality se preocupan por ocultar: el control central. Allí, quienes tienen la sartén por el mango manejan a unos tipos patéticos, convertidos en carne de cañón por propia voluntad.