ESPECTáCULOS
› BRYAN FERRY CAUTIVO EN EL GRAN REX
Un esclavo del amor
El show del veterano músico inglés tuvo todos los ingredientes de glamour y pop refinado que se esperaban de él.
› Por Esteban Pintos
Martes de verano a la noche en Buenos Aires, Bryan Ferry canta en un teatro de la calle Corrientes. Suena bien. El hombre de 57 años que ayudó a relacionar la palabra glamour con la palabra rock, hijo de un minero inglés, estudiante de arte, estrella y modelo pop para aprendices del tipo Simon Le Bon o Jarvis Cocker, se dejó ver por primera vez sobre el escenario del Gran Rex sentado al piano y cantando “Quiero estar solo, sólo conmigo mismo, y con nadie más”, apenas acompañado por la violinista Lucy Wilkins. De ahí en más, Ferry elaboró su acto con cada uno de los trucos escénicos que pueden esperarse de alguien como él. Viste de negro y mueve su metro noventa de humanidad con cierto estilo propio de un señor apenas ebrio que nunca pierde la compostura. De vez en cuando –como en el solitario comienzo– se dirige al piano y encorva la espalda para cantar sus sensaciones alrededor de un tema casi excluyente: el amor.
Ferry es esclavo del amor, pero también hace tonterías por el mismo sentimiento: es el perfecto romántico y le gusta serlo. Forma parte de una especie en extinción, el cantante que es y hace de dandy, por eso cada aparición pública permite apreciar habilidades únicas: como vocalista, Ferry introdujo en el pop el estilo de cabaret berlinés y la chanson francesa de los ‘30 y ‘40, y en él se solaza. Como showman, explota al máximo una manera casual de moverse, sabiéndose observado (y devorado por las miradas) pero haciendo como que está solo. Por eso el comienzo.
En ese sentido, Frantic –su último disco, elogiado como un regreso a las fuentes de su propio estilo– contribuyó a revitalizar una carrera que parecía languidecer en cierta intrascendencia y ambición de perfeccionismo vacío (Mamouna, anterior grabación de canciones propias, necesitó de ¡112 músicos! para concluirse). Las canciones de Frantic, incluida la hermosa versión de “Don’t think twice, it’s alright” que interpretó en este show, permitieron un discreto repliegue de aquella grandilocuencia y también acercaron este presente con algunos de sus mejores momentos (la línea estilística que unió Avalon, último disco de Roxy Music, con los solistas Boys and girls y Béte Noire, de principios de los ‘80). Las canciones de Ferry, en general, tienen una rara ubicación como para sonar confortables y agradables al oído en el living y en la habitación de un albergue transitorio: casi siempre al borde de la cursilería pop, pero con cierta elegante decadencia como para adaptarse a todo medio ambiente posible.
El show del martes resultó de igual manera. La progresión instrumental de “The thrill of it all” (Roxy Music), con la banda en pleno y un inoportuno solo de saxo, trajo a la sala la sensación de una interminable transmisión de Aspen FM amplificada. Pero un rato después, para el tiempo de “Limbo” (algo así como un compendio del sonido Ferry), “Jealous guy”, “Love is the drug”, “My only love”, “Do the strand” y “Let’s stick together”, la temperatura escénica se elevó lo suficiente como para generar un buen rato de celebración. El final, con una vigorosa recreación del superclásico tex mex de Sam The Sham and the Pharaohs “Wooly Bully”, reforzó la imagen de un show satisfactorio.
La banda de 12 integrantes que alineó Ferry resultó tal como podía suponerse. Sobria, ajustada y realzada por un sutil equilibrio entre la eficacia de los hombres (bajo, guitarras, batería, piano, saxo) y la seducción femenina (violín, teclados, arpa, percusión, cuatro coristas,entre éstas su pareja Katie Turner). El pop sofisticado de Ferry necesita de este tipo de soporte. Las canciones, casi siempre lamentos de amor que no caen en el dramatismo exagerado –todas las emociones parecen, en boca de este señor, leves sensaciones–, tienen efecto envolvente. Los sonidos del piano, saxo y violín sobrevuelan por sobre una base firme bajobatería, los coros femeninos agregan color. Juntos, construyen los cimientos sonoros para que se luzcan Chris Spedding y Mick Green, dos señores de la edad de Ferry, notables guitarristas que alternan el protagonismo. No es casualidad su presencia, porque son viejos compañeros de ruta del cantante y porque éste siempre tuvo muy buen gusto para elegir. Recuérdese a Phil Manzanera en Roxy Music o a Robin Trower, otro veterano con sangre azul rocker, que deslumbró en el anterior show en Obras. Entre éste y aquél, ahora sí que el público porteño puede sentirse con la cuota Ferry casi al día.