ESPECTáCULOS
Sobrevivir a la tragedia de un mundo transfigurado
Con “El pianista”, premiada con la Palma de Oro del Festival de Cannes, Roman Polanski entrega el film más ambicioso de su carrera.
› Por Luciano Monteagudo
Un sobreviviente narra la historia de otro sobreviviente. Roman Polanski tenía nueve años cuando su madre logró salvarlo de un transporte letal con destino a Auschwitz. Contrabandeó comida, pasó por el gueto de Cracovia y encontró refugio en una familia polaca, que lo escondió hasta el fin de la guerra. En 2001, el director de El bebé de Rosemary y Chinatown volvió a esa tierra llena de recuerdos, donde no filmaba desde su primera película, El cuchillo bajo el agua (1962), y se dedicó a poner en imágenes las memorias del pianista Wladyslaw Szpilman, tituladas Muerte en la ciudad y escritas en 1946, como un exorcismo, apenas un año después de haber logrado atravesar con vida el gueto de Varsovia. El resultado es El pianista, la película más ambiciosa de la dilatada carrera de Polanski, un fresco oscuro que le valió la Palma de Oro del Festival de Cannes y que ahora también espera hacer su cosecha entre los premios Oscar.
Más allá de las virtudes técnicas propias de una gran producción internacional –la minuciosa reconstrucción de época, los despliegues de masas, los efectos digitales de un paradójico realismo, que permiten ver una Varsovia arrasada como si acabara de ser bombardeada– hay un mérito quizá menos evidente en El pianista, particularmente en su primera parte, y le corresponde solamente a Polanski, como narrador. Es una cuestión de tono. Siguiendo, según ha confesado el mismo Polanski, las descripciones frías, de una objetividad casi científica que volcó Szpilman en su texto, la película se permite registrar la terrible vida cotidiana bajo el nazismo sin poner acentos dramáticos ni cargar las tintas, apenas dando cuenta del horror que se hace cada día más intenso y ante el cual el protagonista y su familia (como los miles de hombres, mujeres y niños recluidos en el gueto) no pueden sino ir resignándose, a punta de pistola.
Para un director que siempre tuvo una sensibilidad particular para el absurdo, un poco a la manera de Samuel Beckett (allí están para probarlo Cul-de-sac y El inquilino), esa mirada adquiere aquí la posibilidad de posarse sobre una realidad tan banal como cualquiera, pero transfigurada por una mecánica del terror y el exterminio. Es así como Szpilman se gana la vida en el gueto amenizando con su piano –él, considerado el más importante concertista de Polonia– las tertulias de una confitería en ruinas, que intenta emular torpemente una vida normal, mientras del otro lado de la ventana la gente muere de hambre en las calles clausuradas por alambres de púas, o simplemente es fusilada al azar por las razzias nazis.
Se diría que Szpilman –y Polanski con él– es un observador, alguien que no es insensible a aquello que tiene delante de sus ojos, pero que no puede sino verlo con una distancia clínica, capaz de registrar casi con sorpresa toda la miseria humana. Lo que en todo caso puede objetársele a El pianista no es tanto su relato lineal, que lleva la forma de un diario, sino un cierto academicismo de la puesta en escena, que hace que el film por momentos no sea solamente sólido sino también algo pesado.