ESPECTáCULOS
› “LA PUERTA FINAL”, CON DIRECCION DE JORGE GRACIOSI
Un complejo alegato existencialista
› Por Cecilia Hopkins
De culpas propias y ajenas, de la necesidad de expiar un pasado que no da treguas trata La puerta final, obra de Graciela Holfeltz que Jorge Graciosi acaba de estrenar luego de su adaptación de Relojero, de Armando Discépolo, su última puesta. De marcada impronta existencialista, el texto ensaya una reflexión acerca del margen de libertad de que dispone el individuo a la hora de elegir un destino propio. Y en consonancia con el tema, la autora elige un contexto sartreano para situar a sus protagonistas, una joven pareja que acaba de sufrir un accidente en moto. Encerrados en una habitación asfixiante, los personajes son obligados a iniciar, a instancias del hombre que supervisa su cautiverio, un doloroso proceso de reconocimiento de situaciones sufridas en la infancia, causas de errores y padecimientos posteriores. En intrincadas secuencias surgen así retazos de vivencias signadas por la violencia familiar o la pedofilia. Una serie dramática jugada por un elenco que no siempre acierta en la elección de variantes expresivas.
Sensible a la iluminación, la atrayente escenografía de Gabriel Caputo representa con su bóveda de mamparas translúcidas un encierro forzado que ocurre en otra dimensión espacial. El tiempo, por otra parte, es un factor que no juega a favor de los recién llegados. Ilustra esta idea la proyección de la obra de Goya en la que Saturno –o Cronos, dios griego del tiempo– devora a uno de sus hijos. Hacia el desenlace, el racconto del accidente tiene lugar a partir de un juego de diapositivas (obra de Magdalena Viggiani) que secuencia el orden de los acontecimientos.
La obra conjuga otras referencias bien reconocibles, como el mito de Fausto o el tema de Edipo, que el protagonista desarrolla evocando la relación que mantuvo con sus padres.
Si bien la obra tiene ecos de A puerta cerrada, obra que Jean-Paul Sartre escribió en 1944, hay rasgos que, en cambio, se alejan del ideario estético del autor de La náusea. La locuacidad de sus personajes, especialmente cuando discurren sobre temas filosóficos, contradice la opinión que el autor sostenía acerca de lo que él pensaba era un “teatro verdaderamente eficiente”. Entre otras cuestiones, Sartre afirmaba la necesidad de cargar a un texto de una sensibilidad filosófica pero sin abusar de las palabras. “Se trata –subrayaba– de encontrar una organización de la palabra y el acto, en la cual la palabra no aparezca superabundante, en la cual guarde su poder, más allá de toda elocuencia.”