Jue 20.03.2003

ESPECTáCULOS

Una película-acontecimiento

“Ciudad de Dios”, cuenta la vida de un muchacho de un barrio pobre de Río, queriendo contar la realidad de Brasil.

› Por Martín Pérez

Todo comienza con dos gallinas, y una batucada de fondo. Una de las gallinas es desplumada, le cortan la cabeza y la meten en una olla. Con una de sus patas atadas, la otra es testigo tanto de la batucada como de aquel fatal destino animal y parece decidida a no correr la misma suerte. De un tirón se zafa del hilo que la ata a un futuro de olla, y corre por las calles de la Ciudad de Dios, perseguida por una divertida banda de niños y jóvenes armados hasta los dientes, que –por cierto– ostentan blanquísimos en medio de una vida más que oscura.
La persecución pondrá frente a frente a los dos protagonistas de un film que acaba de comenzar precisamente por su final. La banda de Zé Pequeño -un delincuente cruel que crecerá frente a cámara hasta dominar su barrio a punta de pistola– detrás de la gallina perdida y delante de ella BuscaPé, el joven narrador homérico de la leyenda de su entorno, cuyo boleto de ida fuera de los límites de la violencia y la pobreza es la cámara de fotos que cuelga de su cuello. Aunque al aparecer inmediatamente detrás de él la policía, Busca-Pé (junto a la gallina) quedará en medio del inminente tiroteo entre los ilegales y la ley, un último homenaje a su propia historia. Congelada la imagen en ese momento, la oscuridad cromática de ese enfrentamiento final ambientado en la década del ochenta girará varias veces sobre sí mismo hasta viajar al brillante recuerdo de un dorado atardecer de dos décadas atrás, con un sol generoso, horizontes abiertos y una pelota.
Allí es donde realmente arranca la historia de un film-acontecimiento, tal vez la película sudamericana del año pasado, sucesora por derecho propio del asalto latino a la fortaleza ética y estética anglosajona iniciado por la mexicana Amores Perros un par de años atrás. Pero donde González Iñárritu se toma en serio la estética y el estilo narrativo de Quentin Tarantino para construir una metáfora canina de la violencia y el abismo entre clases del Distrito Federal mexicano, Meirelles –y Katia Lund, su codirectora– recurre a Martin Scorsese para narrar sin vueltas una historia de tres décadas que recuerda a un film ya ejemplar como Buenos Muchachos. Pero que también abreva sin prejuicios de películas de largo aliento como Boogie Nights –y el funk brasileño de Ciudad de Dios no tiene nada que envidiarle en su banda sonora–, así como de toda estética de última generación, incluyendo el giro de 180 grados de Matrix, con la gallina de por medio.
Adaptación de la novela del mismo nombre de Paulo Lins, Ciudad de Dios es el tercer trabajo de Fernando Meirelles, un realizador que es presentado como el mejor director de publicidades del Brasil y que siempre ha compartido su rol de director. Su anterior trabajo fue Domésticas (2001), inspirada en una obra teatral de Renata Melo, codirigida por NandoOlival. De aquella mirada al mundo de las empleadas domésticas, Meirelles subió la apuesta y se internó en el universo de la violencia de las favelas con su adaptación, para la que recurrió a la ayuda de Katia Lund, una documentalista que ya había trabajado en los lugares donde debía filmarse.
Violenta pero estilizada, Ciudad... se apoya en la voz en off de su narrador para ir presentando los personajes cuyo devenir irá construyendo una suerte de retrato coral de un barrio en el que la pobreza es lo único que hay. Junto con las armas y las drogas, claro está. Que terminan de cincelar la cotidianidad de un barrio que, a pesar de su nombre, casi todo el tiempo es un infierno. O, en el mejor de los casos, un purgatorio. “Ya fumé, ya aspiré, ya robé y ya maté”, enumera uno de sus protagonistas más jóvenes. “Ya soy un hombre”. Llena de niños que se llaman a sí mismos hombres por prepotencia de experiencia, Ciudad de Dios recorre el lento y violento ascenso y la inevitable tragedia de Zé Pequeño en tres actos, que recorren tres décadas.
Narrada con un dinamismo eficaz, Ciudad... es –ante todo y decididamente– un espectáculo. Y, como tal, se entrega decididamente a sus principios. Lejos de referentes socioculturales como Los Olvidados e incluso Pixote, y aunque por momentos sus arrebatos recuerden al cine de Sergio Leone, el film elige una estética que privilegia la toma por asalto de la atención del espectador cooptado por el más moderno cine anglosajón. Su mayor mérito tal vez sea el hecho de venderle a ese público –y muy bien–, una historia hecha aquí a la vuelta y que, a pesar de la distancia puesta precisamente por su elección estética, habla de cosas bien reales y urgentes.

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