ESPECTáCULOS
› ALBERTO FELIX ALBERTO ADAPTO A YASUNARI KAWABATA
“No hay vida sin erotismo”
“La parte del temblor” presenta un prostíbulo en el que ancianos caballeros pagan por pasar la noche con mujeres narcotizadas. “Me gusta estructurar espectáculos como sueños”, resume el director.
› Por Cecilia Hopkins
“No debía poner el dedo en la boca de la muchacha dormida ni intentar nada parecido, advirtió al anciano la mujer de la posada.” Así comienza La casa de las bellas durmientes, la nouvelle (breve novela) del japonés Yasunari Kawabata. En cinco breves capítulos, el autor nacido en Osaka describe las visitas del viejo Eguchi a la extraña casa de citas donde acuden ancianos caballeros para pasar la noche en la compañía de jovencísimas prostitutas... narcotizadas. Desde que se inició como escritor, promediando los años ‘20, Kawabata cultivó la veta simbolista sin atender al realismo social que se imponía por entonces en la isla. Su novela País de nieve, de 1947, fue la más conocida en Occidente aun cuando recién en 1968 (cuatro años antes de suicidarse) obtuvo el Premio Nobel. Con el nombre de La parte del temblor, el director Alberto Félix Alberto estrena mañana en el Teatro del Sur (Venezuela 2255) una versión escénica del texto que Kawabata escribió en 1961. El elenco está integrado por Jean Pierre Reguerraz, Adriana Díaz, Carlos Issa, María Alejandra Figueroa, Viviana Caram y Lourdes Abalo.
Aunque la adaptación escénica que hizo Alberto de la obra de Kawabata es, según aclara en la entrevista con Página/12, sumamente libre, en los personajes se recrea la misma asociación entre los impulsos de amor y muerte que aparece en el texto original: “En esta obra funciona perfectamente la teoría de Eros y Tánatos –analiza Alberto–, porque cuando uno más se acerca a los momentos finales de la vida, más se aferra a una ilusión amorosa, sobre todo si esta ilusión tiene que ver con la sexualidad”. Si bien el director admite que el tema principal de la obra –las sensaciones que provocan la proximidad de la vejez y la muerte– es una cuestión universal, su puesta en escena se inspira en algunos elementos de las tradiciones escénicas japonesas, especialmente en la representación de los sueños, un ítem infaltable en las obras del teatro Noh. Según anticipa, la aproximación al clima de la narración original se logra a partir de referencias visuales y musicales. Así, desde un trabajo que define como “un proceso de sincretismo”, el espectáculo sugiere una cultura, pero sin ir más lejos. “Si los actores jugasen a ser Madame Butterfly, no haríamos más que un grotesco exterior y sin profundidad”, aclara el director.
–¿Cuál es la relación que existe entre el protagonista, el viejo Eguchi, y las jóvenes que visita?
–La obra cuenta el destino de una persona que es consciente de que está envejeciendo y esto parece una banalidad, pero en la melancolía de lo que se desvanece, encierra un gran dolor. Creo que los viejos se acercan a los jóvenes para no estar solos, por desesperación, por atrapar un tiempo que se ha ido o por amor. Pero según el pensamiento Zen no es aconsejable que viejos y jóvenes estén juntos, porque unos chupan la energía de los otros. Esa sería una lectura posible del texto, pero la que a mí me interesó es más dura y cruel: quise traducir la sensación de angustia de aquel que se acerca a la vejez, de aquel que sabe que los jóvenes ya han comenzado a huir de él, porque es como si viviera con ideas de otra época, como encerrado en otro mundo. Aunque es totalmente diferente a Ocho y medio, de Fellini, también aquí hay un mundo femenino que rodea al personaje,
–¿Por qué en sus puestas la representación de los sueños adquiere tanta importancia?
–Es que yo no puedo independizar mi vida de los sueños y me resulta extraño que la vida onírica no esté, en general, más contemplada. Me fascina la cualidad de los sueños y me gusta estructurar los espectáculos al modo del surrealismo. En Tristana o Belle de Jour, entre otras películas de Buñuel, la estructura del sueño muestra su lógica matemática y la realidad se ve distorsionada de un modo fascinante. Yo llegué al teatro a través del cine, de manera que la imagen tiene para mí una importancia brutal.
–¿Y qué le ocurre con el erotismo, que está también tan presente en sus espectáculos?
–Tampoco puedo concebir la vida sin erotismo. Volviendo a Buñuel, él se preguntaba qué pasaría después del día en que hiciera el amor por última vez. Y él, que estaba tan obsesionado con su pene, cuando ese momento llegó (lo dice en sus memorias) se dio cuenta del gran alivio que eso le significaba. Bueno, yo no estoy en esa etapa de la vida (risas) sino que sigo, como desde siempre, obsesionado con el erotismo. Si cuando voy a Amsterdam, lo primero que hago es visitar el Barrio Rojo, con sus prostitutas expuestas en vidrieras, tan teatrales, que las prefiero a cualquier otra manifestación artística que ofrezca la ciudad. Creo que el sexo nos afirma en la vida y lo mismo pasa en el mundo de los animales. Yo tuve una formación católica pero desde muy joven la rechacé porque sentí que intentaban inculcarme la conciencia de la culpa y el pecado en lugares donde yo no veía ni una cosa ni otra. Entonces sentí que esa moral a mí no me convenía. De manera que todo lo relacionado con el erotismo me atrae: las tragedias clásicas, las historias de la sexualidad sobre las que escribe Foucault, los análisis freudianos. Me interesan muchísimo aunque nunca haya ido al psicoanalista: creo que no me hace falta porque yo tengo la ventaja de que todas mis fantasías las pongo sobre el escenario.