ESPECTáCULOS
› “PEQUEÑOS FANTASMAS”, DE MANUEL GONZALEZ GIL Y OSVALDO SANTORO
Viajando de la escuela al shopping
A través de una historia que recrea un pasado idealizado, los autores proponen confrontar las nociones de mercantilismo y cultura.
› Por Cecilia Hopkins
Sin temor a la obviedad, Pequeños fantasmas da comienzo con una situación que ilustra la contradicción que existe entre las nociones de mercantilismo y cultura. Es que Miguel –un médico de unos cincuenta años– ha decidido visitar a la que fue su escuela primaria no bien se entera por los diarios que será destruida para construir un shopping en su lugar. Los autores de la obra –Manuel González Gil, quien está también al frente de la dirección, y el actor Osvaldo Santoro, que interpreta la pieza junto a sus seis pequeños partenaires– proponen en términos tajantes, sin medias tintas, un texto que confronta dos formas básicas de concebir la vida. Y adjudican estos modos de pensar y obrar en sociedad a dos grupos muy definidos que estarán presentes durante todo el relato. Según esto, para Miguel los argentinos pueden dividirse entre los hombres de bien y los otros, aquellos que por corrupción o inoperancia causaron todos los males que hoy aquejan a los primeros. Sumamente explícito, el discurso de este personaje asume la forma de una larga reflexión indignada que podría dar curso cualquiera de las personas que pueblan la sala del Multiteatro, a todas luces representantes de una clase media que, con ahogados, suspiros y risitas irónicas, desde la platea y sin proponérselo, respalda al protagonista en sus reclamos referidos, entre otras cosas, a la falta de ética de la dirigencia argentina.
Apelando activamente a la identificación de este público con el personaje de Miguel, los autores proponen un viaje a un pasado en el que la educación –al menos en la superficie– intentaba transmitir principios capaces de “educar al soberano”. A partir de la visita a la escuela que pronto será demolida, el hombre imagina encontrarse en un día de clases cualquiera, durante su cursada del quinto grado. Y allí recuerda que entre las lecciones recibidas le habían repetido hasta el cansancio las máximas que San Martín escribió para su hija Merceditas. Ante esas recomendaciones referidas al rechazo a la mentira, la necesidad de honrar a los ancianos y respetar la propiedad de los demás, para Miguel se abre una nueva instancia en ese examen que él hace de los hechos que la realidad le impone. Este hombre –que tiene un alma de poeta sentimental que no descarta cursilerías al momento de expresar lo que siente– tiene algunos otros recuerdos que parecen corresponder a otro país. Confirma esto la imagen que tiene de su padre volviendo de la fábrica, con “el perfume a metal y sudor” y “los zapatos sucios y el alma limpia”. Las risas se instalan en la platea cuando, en su ejercicio de memoria, Miguel lo evoca “agradeciendo a Dios por el país que tenemos”, porque, según le explicaba, estaba seguro de que la Argentina era una verdadera potencia en potencia que sólo necesitaba que sus habitantes pusieran manos a la obra para forjar su destino.
Ahora, una vez que Miguel abandona sus reflexiones íntimas porque sus compañeritos entran a escena (interpretados por seis chicos, tan medidos y ceñidos a la dirección como espontáneos), el espectáculo se interna en otros temas. Entre lecciones memorizadas de manuales plagados de datosinútiles y letras de himnos cantados con las confusiones de rigor, en los revoltosos recreos y las eternas horas de clase (en estas escenas tiene Santoro sus mejores momentos) se instala el recuerdo de los juegos, las picardías de infancia y los primeros avances amorosos. Más adelante, con la visión idealizada de la camaradería que existe entre los chicos, se produce un corte con el mundo de la infancia para volver a la realidad argentina, esta vez con una historia de secuestro y desaparición.