Vie 15.02.2002

ESPECTáCULOS  › “A CIEGAS: LA SECRETARIA DE HITLER”, CAUSA CONMOCION EN LA BERLINALE

Pasaje abierto al búnker del horror

El documental da cuenta de la historia de Frau Junge, la mujer que después de 56 años de silencio decidió relatar frente a una cámara detalles de la vida cotidiana del Führer. “Jamás me voy a perdonar”, repetía ella, todavía presa de la culpa.

› Por Luciano Monteagudo

El pasado siempre vuelve, en esta ciudad que no cesa de cambiar. Puede ser a través del controvertido edificio que diseñó el arquitecto Daniel Libeskind para el Jüdisches Museum, en el barrio de Kreuzberg, una flamante mole de acero y cemento que le propone al visitante evocar la terrible experiencia del Holocausto. O, como sucedió en estos días en la Berlinale, a través de un film de producción austríaca como In Toten Winkel: Hitlers Sekretärin (“A ciegas: la secretaria de Hitler”), que está causando conmoción en la prensa alemana. Y no es para menos. Este documental de André Heller y Othmar Schmiderer fue realizado con una pequeña cámara de video, en un único escenario, y tiene un solo personaje: Traudl Junge, quien supo ser la secretaria privada de Adolf Hitler entre 1942 y el fin de la guerra y que, después de 56 años de silencio, se decidió a enfrentar una cámara y contar sus recuerdos, casi a la manera de un testamento.
Que lo fue, por cierto. Durante la primera proyección en el festival, los cineastas advirtieron que Frau Junge estaba internada en Munich y los diarios de ayer anunciaron su fallecimiento, a los 82 años. Lo que impacta ahora de su testimonio no es tanto el agobiante sentimiento de culpa con el que Junge convivió durante medio siglo (“Jamás me voy a perdonar”, repite una y otra vez, entre suspiros de angustia) sino aquello que el destino singular de esa mujer alemana refleja de todo un pueblo, enceguecido por la figura de Hitler. Al prescindir por completo de material de archivo, de música, de comentarios o de cualquier otra cosa que no sea la imagen fija y la palabra de Junge, el film consigue algo extraño, extraer un bloque macizo de Historia, como cuando los arqueólogos urbanos de Berlín excavaban en las catacumbas de la ciudad para descubrir –a pocos metros de donde ahora se alza el Berlinale Palast– la topografía del horror nazi.
Sin haber estado nunca afiliada al partido ni tener conexiones familiares, Frau Junge ganó un concurso de máquina y estenografía, que le valió un puesto de trabajo en la Cancillería. Su eficiencia hizo que al poco tiempo fuera ascendida a secretaria del mismísimo Führer. “En 1933, cuando Hitler subió al poder, yo tenía 13 años y crecí bajo su influencia, como tantos otros alemanes. La mía era ciertamente una situación extraordinaria, pero debo reconocer que en 1942 no tenía motivos para negarme a hacer ese trabajo. Más bien todo lo contrario”, reconoce esta mujer que, hacia el final de su vida, se resiste a perdonar la ceguera de su juventud. “Para conseguir la sumisión de la conciencia de todo un pueblo es necesaria una gran organización”, reflexiona con frialdad Frau Junge. “Y los alemanes somos muy buenos organizando...”, concluye.
El trabajo de Frau Junge consistía en leer la correspondencia que recibía Hitler (“Muchísimas cartas de amor, que le mandaban las mujeres”) y en tomar dictados de sus propias cartas y discursos. “Siempre hablaba de grandes ideales, en abstracto, nunca pensaba en dimensiones humanas”, recuerda. Según ella, la palabra “judío” nunca se mencionó en su presencia, salvo una sola vez, cuando una invitada de Hitler a su casa de descanso en la montaña osó sacar el tema. Frau Junge nunca más la volvió a ver.
En la intimidad de su despacho, Hitler utilizaba, según Junge, un tono muy diferente al de sus gritadas apariciones públicas. Era de modales suaves, por demás caballeroso y hasta paternal. Tenía problemas digestivos, que trataba de resolver homeopáticamente, y le gustaba distraerse jugando con su perra Blondie, de quien sus ladridos, decía Hitler, le hacían recordar la voz grave de su cantante predilecta, Zarah Leander. Dato curioso: hacía retirar de su presencia ramos o floreros. No le gustaban “las flores muertas”, en palabras de Frau Junge. Si hay un momento particularmente impactante del film es el monólogo final, casi 25 minutos ininterrumpidos en los que Frau Junge narra vívidamente los últimos días de Hitler y su entorno en el búnker, una suerte de Götterdamnerung desquiciado, una patética caída de los dioses al barro de la derrota, la miseria y la locura. Recluidos bajo once metros de concreto, Hitler, Eva Braun y la familia de Goebbels, incluidos sus hijos pequeños, pasaban sus días pensando en la manera más eficaz de quitarse la vida. Según Junge, Hitler estaba más paranoico que nunca y dudaba que las pastillas de cianuro que le había proporcionado su médico personal fueran realmente veneno y no un somnífero, para capturarlo con vida. Para asegurarse, las probó en su querida Blondie, que emitió un último aullido, seguramente indigno de la Leander. Mientras tanto, decidió formalizar su relación con Eva Braun, que pasó a ser “Frau Hitler” entre bailes, música de acordeón y brindis con champagne, al mismo tiempo que su marido dictaba el testamento a su secretaria. Frau Junge cuenta que por entonces ya todo el mundo fumaba en presencia de Hitler. El Führer ya no inspiraba respeto.
De esa instancia final, un recuerdo muy preciso que se desprende del relato de Junge parece ilustrar la teoría de la banalidad del mal que planteaba Hanna Arendt. En una pausa del bombardeo ruso a que era sometido entonces Berlín, Eva Braun se anima a salir a la superficie del búnker y descubre la estatua ilesa de una sílfide, que la cautiva. Al volver al refugio, se la pide a Hitler quien, indignado, se la niega, alegando que no era de ellos, sino propiedad del Estado y que no podían disponer a su arbitrio de bienes ajenos. El hombre que había asesinado a seis millones de personas era muy respetuoso, eso sí, del patrimonio cultural alemán.

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