Sáb 23.02.2002

ESPECTáCULOS

Una danza para tocar el viento

El espectáculo de los multifacéticos Koki y Pajarín Saavedra logra combinar con espontaneidad la riqueza conceptual adquirida por los bailarines en Europa con el llamado permanente de la tierra santiagueña.

Por Silvina Szperling

Al comenzar el espectáculo, una ristra de ocho canciones desgranadas al hilo por los hermanos Koki y Pajarín Saavedra. Una luz amarilla que, de contraluz, evoca ora amaneceres, ora atardeceres, a medida que los climas van cambiando en cada pequeño mundo que Koki en la guitarra (criolla, por supuesto), Pajarín en la percusión y ambos en las voces delinean. Una extraña fusión musical, fruto de la vida misma, que delata el origen santiagueño, los 20 años en Europa y el espíritu de estos integrantes (a su manera) de la generación del 70: el rock nacional se toma una grapa con Inti Illimani. Sólo se puede describir como disfrutable y tal vez sorpresivo, para quienes conocen la carrera de bailarines profesionales de los hermanos Saavedra, segunda generación de bailarines santiagueños en una familia que los nutrió de empanadas y bourgignon. Su tío Juan, primero, y su padre Carlos luego, dejaron Buenos Aires, hicieron punta en París allá por los setenta, cuando la movida de argentinos (y latinoamericanos en general) en Francia era fundamentalmente folklórica.
Tamaña herencia, sumada a la experiencia, les dio una identidad como bailarines que le permitió a Pajarín, por ejemplo, utilizar su zapateo como un documento probatorio muy útil en medio de uno de los recientes cacerolazos. Ante la arremetida de un policía de civil, que comenzó a darle órdenes, confundiéndolo evidentemente con un Serpico local, Pajarín pudo probarle a su ocasional interlocutor (que había huido aterrado tras espetarle un “¿Cómo, sos cana?”): “No, mirá, soy bailarín folklórico” al son de sus propias botas, en plena Avenida Santa Fe.
Si bien asombra este encuentro con los Saavedra músicos, sus armonías vocales encajan absolutamente bien, su performance instrumental es más que digna y su buen gusto en la composición, unido a un sano desconocimiento o irreverencia respecto del canon confirman que años de compartir escenario con maestros como Dino Saluzzi o la familia Carabajal (han participado también del ciclo de verano “Folklore acústico”, coordinado por Cuti y Roberto Carabajal, los viernes en el Auditorio San Rafael, Ramallo 2606) no han sido en vano. Algunos números destacables: “Tiempo de ver”, “Bailarina folklórica” y la versión musicalizada del poema de Atahualpa Yupanqui “Poema a Santiago del Estero”.
Música y danza están emparentadas en este caso en varios puntos: en la forma en que fundamentalmente Pajarín, pero por momentos, también Koki, ejecutan la percusión, en los temas de inspiración de las letras de las canciones, en los complejos ritmos que hacen sonar el suelo con los zapateos de los bailarines, en la relación cambiante que se ejerce con la música grabada que da soporte a la segunda parte del espectáculo. Ahí nomás, como aperitivo, Koki se despacha con una improvisación sobre “Köln Concert”, de y por Mr. Keith Jarret. Como para no dejar resquicio alguno a la rutina, el bailarín y coreógrafo utiliza aquí un lenguaje corporal expresivo, pariente de la danza teatro, donde hasta la verticalidad característica del folklore se pierde cuando Koki se deja caer al piso. El significado evidente de la pieza, que comienza suave y dulcemente, para luego tensarse y finalmente estallar, pasa por el sufrimiento en torno alpaís. El solo de Pajarín, también improvisado, es más abstracto y de un alto deleite con el ritmo.
Al entrar en escena la totalidad del grupo, una espacialidad cartesiana se apodera del escenario. Diagonales, grillas de paralelas y perpendiculares o círculos se avizoran en los cuerpos de los bailarines y en la distribución de los mismos en la escena. Utilizando los contrastes de velocidad (cámaras lentas que se cortan con rápidos diálogos rítmicos) los coreógrafos Saavedra (que han pasado por el jazz, la técnica Cunningham y demás yerbas en sus años de exilio) articulan un lugar y un tiempo para cada intérprete (destacable la fuerte presencia del joven Alcides Barúa) y una forma y un tiempo para compartir. Dúos en la Zamba, rondas grupales en el Gato, figuras abstractas. Al final, luego de un duelo divertido y asombroso, Don Pajarín despide a la audiencia con una frase en un francés con inequívoco acento argentino: “Au revoir, Monsieur-dammes. Merci beaucoup.”

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