Sáb 19.07.2003

ESPECTáCULOS  › “QUIJOTE”, UNA VERSION LIBRE DIRIGIDA POR LUIS RIVERA LOPEZ

Las andanzas de ese caballero loco

Actores y títeres se lucen en la adaptación del texto de Cervantes. Aquí prevalecen el efecto paródico y el espíritu humorístico.

› Por Silvina Friera

Esbelto y altivo, el caballero Alonso Quijano (Don Quijote) dispone de una biblioteca indispensable para satisfacer su fantástica y prodigiosa imaginación. Sentado en un confortable sillón, lee con tanta fruición y entusiasmo que ni los ruidos de su casa consiguen que aparte la vista de las páginas del libro. Mimetizado con el acontecer de los relatos de caballería, los límites entre su realidad inmediata y la ficción se disuelven. En Quijote, puesta de Luis Rivera López inspirada en una versión libre de la novela de Cervantes, el efecto paródico y el espíritu humorístico que los títeres y los actores producen en escena desplazan esa interpretación romántica e idealista que transformó al Quijote en un paradigma del heroísmo, la virtud y la justicia. El desplazamiento no excluye esta lectura, pero la relativiza y la pone en tensión para entablar un vínculo de complicidad con los espectadores infantiles a partir de la caricatura y la burla. Los desvaríos del Quijote aumentan proporcionalmente con sus lecturas y nada ni nadie podrá detenerlo en su empresa. El ama y su sobrina, perplejas por el extraño comportamiento del hidalgo, les echan la culpa a los libros, responsables, según piensan, de la pérdida de juicio del hidalgo. Empeñado en imitar ridículamente a los caballeros de los romances, los síntomas de la locura del protagonista, por momentos rabiosa y desesperante, parecen irreversibles.
Para cumplir a rajatabla esta emulación, Quijote recurre a los servicios de Sancho Panza, un hombre de pueblo (comer, beber y dormir son las aspiraciones de máxima que tiene en la vida), rústico, socarrón, cobarde, egoísta, pero cuando quiere bondadoso, que se convierte en su inseparable escudero. Montado en un escuálido caballo, un muñeco gigante muy atractivo –como la mayoría de los títeres que realiza el grupo Libertablas–, el Quijote y Sancho inician una peregrinación por el territorio manchego. “Nunca un paisaje es igual porque encierra la emoción y el destino de quienes lo observan”, dice el hidalgo. Los peligros y los obstáculos que deben superar incrementan sus trastornos mentales: donde cree que ve un monstruo, hay un molino de viento; allí donde afirma con vehemencia que está el yelmo de Mambrino, apenas aparece un destartalado balde. “El payaso de la bofetada”, así lo definía León Felipe, divierte al público con sus desventuras.
La intervención de los títeres y un adecuado manejo de la iluminación le permiten a Rivera López sintetizar uno de los aspectos más difíciles de resolver escénicamente: cómo simbolizar lo fantástico sin hiperbolizarlo. Los muñecos pertenecen al mundo onírico, los actores representan al mundo material. Pero el director subvierte estas categorías, precipita los acontecimientos con el lenguaje del títere, coquetea con la rapidez del videoclip y recupera a los actores recién en el final. Gustavo Manzanal (Quijote) y Hugo Dezillio (Sancho Panza) encarnan con rigor y ductilidad las contradicciones de sus criaturas, las matizan y enriquecen al apartarlas de una supuesta condición antitética. Por el contrario, ambos personajes se deslizan en un delicado y complejo paralelismo. La figura de Sancho, un complemento esencial de la existencia de Quijote, no sólo debe atajar las fantasías del caballero loco sino asirlas imperiosamente a un tibio calor de humanidad, que a veces tiene la emoción orgánica de lo infantil.
Cuando Quijote se encuentra en el rol de espectador, en una función del titiritero Maese Pedro, no puede discernir lo representado de lo real y, ofuscado por la maldad que ejercen sobre el caballero de la ficción, destroza el retablo y los títeres de los moros. El teatro dentro del teatro es el recurso al que apela Rivera López (acostumbrado a adaptar clásicos de la literatura, como Gulliver, de Jonathan Swift, Pinocho, de Collodi y Las mil y una noches) para que las escenas adquieran un ritmo más vertiginoso: Maese Pedro comienza a contar las andanzas del Quijote a través de pequeños y delicados títeres. Aunque el planteo resulta interesante, la premura de la narración –la preferencia por lo visual–, le resta profundidad a los episodios actuados por los títeres. El héroe fracasa en su propósito de restaurar la vieja caballería. Pese a que el viaje de regreso a su aldea lo humaniza, sin sus libros, el hidalgo no se siente atado al mundo. El encanto de Quijote reside en la combinación de una exhaustiva realización en los títeres y el vestuario, en el manejo de las luces y la música original de Daniel García. Lejos del tinte ceremonioso que se le adjudicó a la novela, Cervantes se propuso hacer reír con un humor picaresco y popular. Así lo entendió Libertablas y por eso el montaje nunca se desvía del objetivo principal.

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