ESPECTáCULOS
La popular de “Operación Triunfo”, un lugar para los espíritus fuertes
Las siete noches del Luna Park establecieron todo un sistema de lealtades y “aguante”. Un paseo por la hinchada más fanática de la TV.
› Por Julián Gorodischer
“A mí se me fue el tren; él lo hizo”, asume Stella Maris, superpuesta al alarido agudo, en la popular del Luna Park que se parece a un estudio de TV. No basta con estar contentos por la cercanía. Lo que vale es sentirse adentro de la tele, y para eso suena de fondo la cortina de “Operación Triunfo”, y desfilan los dieciocho solistas como en el estudio de Telefé. La popular es el reino de los admiradores de estrellas repentinas: veteranas que rezaron en el templo evangelista para que ganase Claudio (que también es evangelista), quinceañeras que se emocionan con el movimiento frenético de la cintura de El Rey (o Pablo), familias interesadas en el folklore revisitado de Fernando o Natalia (la salteña), todos juntos, pero rivalizando. Stella Maris pide a gritos que el cronista dé difusión a su boutique Stella, destacada del resto de la peatonal platense, y se despacha con un “Ganó el mejor, qué duda cabe”. Pero a un costado, Nico y Luciano, de 19, de reojo, abonan a la polémica: “Ganó el sufrido, que es distinto”. Otra vez, el reality premió al santurrón, y se renuevan los quejidos.
“Andrea tenía el talento”, repiten los estudiantes de canto, que alguna vez se postularon en el casting, y ahora apoyan cualquier encarnación del desplazado. Andrea salió cuarta en el “ranking de la gente”, y ahora la hinchada reclama “Jus-ti-cia”. Cuando la baladista pega el grito (fuerte y sostenido, prueba de caudal), los fans elevan las palmas como en una plegaria y fruncen el ceño para que no queden dudas: éste no es el apoyo a un cantante sino a una consigna moral que pide “que se acabe la tiranía de los carilindos”.
Las nenas están en otro mundo, de figuritas y fotos autografiadas “con cariño”, allí donde El Rey es aclamado como el mejor. De pronto el agudo es sostenido, y las fans revelan su forma del sacrificio: Natalia y Melanie pagaron 12 pesos ahorrados en los ratos libres de la escuela, en Ciudad Evita, y era lo más barato que podían conseguir. La platea salía 40 y era inaccesible, pero llegaron a los doce con unas changas de barrido y limpieza, y todo sea para apoyar a sus cantantes preferidos, El Rey y Luciano, el pelilargo, y demostrar que un fans club está siempre donde debe estar. Las nenas llegaron cinco horas antes, hicieron la cola y se ubicaron, firmes, en la primera fila de la popu, ignorando los rumores falsos (“allá están firmando las mamás de los cantantes”, se mintió en un momento), aguantando las ganas de ir al baño e inmunizadas al hambre y el dolor de cabeza. Se saben observadas por las de más atrás, que llegaron temprano pero un poco después, y recelan esa presa que es la primera fila.
Desde el primer escalón se ven los cuerpos de cerca (en la pantalla gigante), y la hilera reafirma el orgullo de pertenecer. Las fans privilegiadas repiten como en un mantra: “Ojito conmigo”, y comen sandwiches o bocaditos raros traídos en un tupper, porque –se sabe– la que se desplaza al baño o al bar pierde. El costo de una derrota no sería solamente la retirada, sino la comprobación de que el fans club (de Pablo, o Fernando o Luciano) falla en las guardias. En escena, se suceden en un continuo de voces potentísimas (en el reino de “Operación triunfo”, más fuerte es mejor) el hit de FM 100 y los clásicos del rock, la biblia y el calefón para reunir a Freddie Mercury con David Bisbal, en esta novedosa trama que equipara y homologa. Después de todo, lo que menos importa, en la popular, es el contenido: los fans recuerdan cada verso de los Beatles y de Ricardo Montaner, porque así se los enseñó la nueva democracia del oído: allí donde “la persona común” se convirtió en estrella se acabaron las jerarquías.
Para legitimarse, eso sí, los cantantes agradecen mucho (“¡Gracias Luna!”) y a ninguno se le borra la sonrisa de Guasón. Están felices o adoctrinados, pero entienden la mueca fija como una mascarita. Los familiares, en un corralito y de parado, tienen banderas y remeras connombre propio (Martín, “Mery”, Fernando...) y alguno se anima a una genealogía de la vocación: “Es así –dice un pariente lejano de Juliana–, de chica le decían mosquito por cómo zumbaba, dormidita. Los papás consultaron asustados, pero en realidad ella... ¡cantaba!”.