Mié 23.07.2003

ESPECTáCULOS

“El gran circo” y un cumpleaños muy bien merecido

El grupo de titiriteros del San Martín le pone magia a la pieza de Ariel Bufano, que a veinte años de su estreno conserva sus virtudes.

› Por Silvina Friera

Cuando una obra de teatro perdura en la memoria colectiva adquiere el status de clásico: conserva su esencia intacta, pero al mismo tiempo sus significaciones se ramifican de generación en generación y con los años se tornan más fluctuantes, inesperadas e inéditas. A 20 años de su estreno (el 12 de marzo de 1983), la reposición de El gran circo, de Ariel Bufano, por el grupo de titiriteros del Teatro San Martín que dirige Adelaida Mangani, demuestra por qué este humilde homenaje a los orígenes del teatro argentino, que nació en las arenas del circo, se constituye en una fiesta emblemática que incluye a los abuelos, los padres y los hijos. En dos décadas, 327.416 espectadores disfrutaron del ritual circense protagonizado por un puñado de títeres que, a fuerza de desparpajo, fueron ganando terreno y dejando huellas por donde transitar. A principios de los años ‘80, el arte titiritero, una disciplina poco frecuentada, bastante menospreciada por ignorancia y muy marginada por desidia, estaba relegado a un segundo plano y los artistas que lo cultivaban debieron luchar mucho para conquistar espacios y público. Con la creación de un elenco estable, no sólo se pudo difundir el teatro de títeres, sino que también se logró derrumbar el prejuicio que establecía que los títeres eran sólo para los chicos.
Aunque el escritor Italo Calvino decía que “un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”, esta concepción es asimilable a lo que ocurre con El gran circo: lo dicho, la obra, no suena a viejo y lo que sugiere está ahí para ser descifrado. El director de la compañía, un muñeco gigante, don Maese Trujamán de los Caminos, se encarga de dar la bienvenida y de presentar los números. Las sombras luminosas de Pepino el 88, Raffetto 40 onzas, Alejandro Scotti, Anselimi, los hermanos Rivero y los Podestá se esparcen por la sala Martín Coronado. La obra arranca, entonces, con la marcha ejecutada por el maestro Raimundo Roccattagliatta. El Tony Totó y su perrita Violeta interrumpen la presentación del director y el encanto, la gracia y la ternura que despliegan en escena anticipan lo que vendrá. Los cuadros circenses tradicionales (las destrezas, acrobacias y malabarismos entre otros), interpretados por los títeres, resultan asombrosos. El hombre más fuerte del mundo se jacta de levantar pesas imposibles para cualquier mortal. Sin embargo, lo que más divierte es que a pesar de los esfuerzos que realiza (pues se toma en serio el asunto, se concentra, transpira y mantiene el suspenso hasta que consigue elevar la pesa y ganarse los aplausos), el cuadro se resuelve con un escuálido y diminuto títere que revela las trampas y exageraciones del forzudo.
Las criaturas que pueblan este circo sin carpa van conquistando adhesiones a medida que revelan las triquiñuelas y exponen el lado “oculto”, lo que siempre se evita mostrar con excesivo recelo como si el secreto de los trucos garantizara el poder de encantamiento que ejercen. De esta manera, la provocación se efectúa en un sentido inverso: exhibir, recién al final de cada número, cómo se consigue la perfección visual, abrir una caja y descubrir que las apariencias engañan pero son deliciosas. En esta familia circense no podían faltar los animales: los imperdibles monos bailarines, las increíbles Mimí, Lilí y Pompón –tres avestruces enormes que realizan una danza sugerente– o Rosita, una marioneta-elefante que hace equilibrio en una cuerda floja. La magia del prestidigitador e ilusionista Merlino el magnífico, el hombre bala y la arriesgada familia de trapecistas configuran ese universo festivo, mágico y entrañable de los pioneros del teatro argentino. El profesionalismo alcanzado por los titiriteros, producto de un vigoroso trabajo de investigación, estudio y perfeccionamiento, contribuye a generar un clima singular. Por momentos, pese a que ellos están en la mayoría de los números a la vista de los espectadores, la presencia de los manipuladores se diluye.
Entrañable homenaje a los hermanos Podestá, que pusieron la piedra fundamental del teatro argentino con la histórica escenificación pantomímica Juan Moreira, de Eduardo Gutiérrez en 1886, en El gran circo de ese inolvidable maestro y titiritero Ariel Bufano, el presentador se despide con la certeza de que habrá una próxima función porque “el Gran Circo, querido público, siempre vuelve”.

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