ESPECTáCULOS
“Cravan vs. Cravan” o la imagen del Zelig del arte de vanguardia
El objeto audiovisual del catalán Isaki Lacuesta recupera la figura legendaria de un poeta y boxeador que animó la escena cultural de 1910.
› Por Luciano Monteagudo
¿Quién fue Arthur Cravan? ¿Un poeta dadá? ¿Un pintor fauvista? ¿Un torero? ¿Un boxeador? ¿Un provocador profesional? La respuesta que entrega este delicado objeto audiovisual del realizador catalán Isaki Lacuesta es que Arthur Cravan fue un poco todo eso y quizá también mucho más. O mucho menos... De hecho, este film que se resiste a ser encasillado como un mero documental, pero que tampoco adhiere a los códigos convencionales de la ficción (“esa frontera ambigua y degenerada”, define el director), hace de Cravan un personaje tan misterioso y elusivo que hay momentos en que cuesta creer que esa magnética figura que está en su centro alguna vez haya existido. ¿Y si fuera, como Zelig, toda una mixtificación?
Ya desde su mismo título, Cravan vs. Cravan se divierte con estos juegos de opuestos entre verdad y artificio, entre la evidencia palmaria y la subjetividad de la memoria. Al fin y al cabo, en esa tenue línea divisoria parece haberse movido siempre este animador de las principales vanguardias del siglo XX y que suele aparecer en las historias oficiales como un oscuro pie de página. “Quien vive muchas vidas también muere muchas muertes”, es la cita de Oscar Wilde que abre el film. Sucede que Cravan (nacido en Lausana, Suiza, el 22 de mayo de 1887 como Fabian Avenarious Lloyd, hijo de una familia británica de clase media acomodada) fue sobrino de Wilde y, como él, pensaba que la vida debía parecerse al arte, y no al revés.
Lanzado a esa aventura, Cravan fue construyendo día a día su propia leyenda, en los albores de un siglo particularmente cambiante, que le permitiría ser parte –aunque más no fuera desde los márgenes– de las principales corrientes vanguardistas de la época. Algunos de los testimoniantes convocados hablan de Cravan como de “un precursor del happening”, un compinche de Francis Picabia y Marcel Duchamp, con una formidable capacidad de causar escándalos que se transformaban en intervenciones urbanas aleatorias. Otros, más esotéricos, sugieren que el personaje “era algo de otro mundo”, un gigante de casi dos metros que llevó los puñetazos a la lucha artística y el arte al ring de box. “Querría que mis guantes fueran como los rizos de una mujer”, dicen que decía Cravan, que llegó a pelear con el campeón negro Jack Johnson en la Plaza de Toros Monumental de Barcelona, hacia 1917.
“Que se sepa de una vez por todas: no seré civilizado”, era una de sus consignas. Desde las páginas de la revista Maintenant, que escribía toda él, de la primera a la última página, con diferentes seudónimos, atacaba a unos y a otros (a Chagall lo llamaba “Chacal”) y hasta logró que el respetabilísimo The New York Times levantara como cierta una de sus notas, “Oscar Wilde est vivant”, cuando el autor de El retrato de Dorian Gray ya estaba bien muerto. Utilizando una forma de representación especular, el film de Isaki Lacuesta recurre a un narrador que va llevando a cabo la investigación, como si se tratara de una novela policial, y que no es otro que Frank Nicotra, un boxeador que fue dos veces campeón de Europa, pero que paralelamente le ha dado cauce a su pasión por la poesía y el cine, como actor y director.
Por momentos, sin embargo, la película da la impresión de no sacarle todo el jugo posible a su personaje, como si ese fantasma fuera aún más fuerte que la voluntad de conjurarlo. Algunos episodios están muy desarrollados y otros, como su enigmática desaparición, antes de un proclamado viaje a Buenos Aires, se resuelven apresuradamente, un poco como la teoría de que el célebre cortometraje Entr’acte (1924), de René Clair, fue concebido como un homenaje de sus amigos surrealistas al mito de Cravan. Aun así, esta “crónica de un poeta” (como la define el subtítulo del film) no deja de provocar curiosidad por esa imagen que, como si se viera reflejada en dos espejos, es siempre imposible de asir y se multiplica hasta el infinito.