Vie 25.07.2003

ESPECTáCULOS

Hebe Rosell, del largo exilio al reencuentro argentino

La hermana de Javier y Andrés Calamaro debió huir del país en 1976 y se radicó en México. Esta noche, en el Bar Tuñón, cierra un círculo con la presentación de “La Hebe Fénix”.

› Por Karina Micheletto

Hebe Rosell tiene la mirada clara y un acento dulce que por momentos se adivina mexicano. Cantante y musicoterapeuta, de familia de músicos (es hermana de Andrés y Javier Calamaro), vive desde 1976 en México, donde tuvo que exiliarse después de editar el disco Montoneros con el grupo Huerque Mapu. La última vez que vino fue en marzo de este año, “en una escapadita rápida”. Ahora, se sorprende, los ánimos son otros. “Está habiendo tantos cambios imprescindibles en el terreno de la ética que uno dice ‘¡Orale, por fin!’. Ustedes lo viven con más cautela: yo que vengo de afuera estoy felicísima”, se entusiasma. El motivo de este viaje es la presentación de su espectáculo La Hebe Fénix, hoy a las 22.30 en el Teatro Bar Tuñón (Maipú 851). Allí alterna textos y canciones propias con poemas de Olga Orozco, Juan Gelman, Julio Cortázar, Pablo Neruda, el Subcomandante Marcos, la Premio Nobel polaca Wislawa Szymborska, los mexicanos Jaime Sabines y Juan Bañuelos y la chamana María Sabina (“muy famosa en México, ella es ‘la sabia de los hongos’, inició en los hongos a mucha gente”, cuenta Rosell). Como invitados, estarán Marikena Monti, Javier Calamaro y Lucio Navarro, fundador de Huerque Mapu.
Para Rosell, el show de esta noche es una suerte de devolución de una ceremonia vital que repitió desde muy chica. “Mi papá, que es ciego (no papá Calamaro, mi papá-papá), me pedía que me sentara a su lado y le leyera poesía y literatura. Yo lo hacía con un placer enorme”, cuenta. “Mi madre llegaba de trabajar y se ponía a cantar y a tocar el piano, le gustaban las canciones del Siglo de Oro español y de la Guerra Civil Española. La música y aquellas lecturas, con los comentarios que me hacía mi papá para que yo pudiera entender algo de lo que leía, es lo que mamé, y lo que voy a devolver esta noche”, explica la cantante.
Rosell está escribiendo un libro, La voz verdadera, donde desarrolla algunos de sus ejercicios como musicoterapeuta cruzados con la filosofía de la etnia maya de los tojolabales. “Le leí la introducción a mi padre, que escribí pensando en él, y reviví aquella escena. Los dos sentados en la sala, con el solcito de invierno entrando por la ventana, los librotes de Braille, con ese olor especial que tienen. Y yo leyéndole algo que tiene que ver con lo que me legó él, con el amor por el sonido de las palabras y la apasionada percepción del que está enfrente”, relata.
–¿Alguna vez se cruzó musicalmente con sus hermanos?
–A Andrés lo veo muy poco. Pero cuando estrené mi espectáculo No llores por mí Julio Cortázar en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, me acompañó en algunos temas, y fue glorioso. Fue el encuentro más feliz con él, además de los encuentros que tuvimos de pequeños. Ahora me da mucho gusto que él esté bien con Mónica otra vez, más en paz. Y con Javier nos gustaría cruzarnos más, pero se hace muy difícil por las distancias y los tiempos. De todos modos, tenemos una relación muy cercana, nos escribimos seguido y sabemos en qué anda cada uno. Es un placer encontrarme con él y verlo crecer.
–¿Cómo fue la concepción de este espectáculo?
–El punto de partida es la música tal como me la enseñó mi maestra Violeta Gainza, como algo gozoso. Voy a jugar con músicas mías, algunas del rock, otras a capella, con percusiones o calimba. Y también voy a invitar a la gente a jugar, pidiéndole, por ejemplo, que haga coros con palabras. Me doy gustos como meter los laleos grabados de Romeo Calamaro, el hijito de un año de Javier. Ojalá hubiese laleado así mi hijo Juan, que hoy tiene 29, a esa edad. No había mucho espacio; su papá y yo estábamos abocados a la militancia, de un lado para el otro, a veces escondidos. Juan tuvo que hacerse un espacio en su interior para entender por qué le tocó vivir esa vida.
–¿Y el nombre a qué se debe?
–Lo puse pensando que cada quien trata de asimilar a su modo esta batalla que nos toca vivir. A pesar de las derrotas, lo intentamos una y otra vez, por eso La Hebe Fénix. Pensé en eso el 11 de septiembre de 2001. Yo estaba visitando a mi hijo, que vive en Nueva York, y desde su azotea vimos caer la segunda torre. Nos abrazamos y lloramos mucho, sentimos que se hacía evidente la derrota de los intentos de un mundo mejor.
–¿Alguna vez pensó en volver?
–No. Cuando llegué a México en el ‘77, después de un terrible desvarío por España y Francia, dije “aquí me quedo”. México fue muy generoso conmigo, como con tantos exiliados. Me hizo entender que soy latinoamericana, me hizo ser más paciente en la comprensión de los procesos sociales, aunque aparentemente haya habido tanto fracaso. La aparición de los zapatistas me confirmó que es el lugar en el que tengo que estar. Ellos son el ejemplo en el mundo de lo que significa ser un revolucionario: desear el bien, desearlo hasta violentamente, y desearlo para todos. Y lo explican bien: “Para nosotros nada, para todos, todo”.

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