Vie 25.07.2003

ESPECTáCULOS

“Guillermo Tell” ahora es un experto en acrobacias

La compañía Clun y las coreografías de Oscar Araiz le ponen un marco espectacular a esta versión de la ópera de Rossini que sirve a más de una lectura actual sobre poderosos y oprimidos.

› Por Silvina Friera

La historia del hombre que anhela la libertad y la dignidad humana, pero se encuentra permanentemente amenazado por el sojuzgamiento y la humillación, ha sido fuente de numerosas piezas en la literatura, el teatro y la ópera. El escritor alemán Friedrich Schiller (1759-1805) escribió en verso el drama Guillermo Tell (1804), en el que evoca la legendaria figura del héroe suizo que fue obligado a probar su puntería disparando una flecha sobre una manzana que estaba colocada en la cabeza de su hijo. Giacomo Rossini (1792-1868), uno de los máximos exponentes del bel canto del siglo XIX –género que realza la belleza de la línea melódica por encima del drama–, compuso una ópera homónima, también preocupado por la opresión que padece el individuo en sociedad. El mismo motivo adquiere resonancias y significados diferentes de acuerdo con el momento histórico y al contexto social en el que se decide reelaborarlo. La compañía Clun, inspirada en la ópera de Rossini, traduce en clave clownesca y circense –con un gran despliegue de acrobacias, gags y acertadas coreografías– la lucha entre Guillermo Tell y Gessler, el despótico gobernador suizo que a fines del siglo XIII instaló la metodología del miedo, silenció a los disidentes y abusó de su autoridad prohibiendo la celebración del aniversario del pueblo de Altdorff. La versión de Eduardo Rovner, Martín Joab y Marcelo Katz transforma la solemnidad de la ópera, mediante un encantador arsenal de efectos cómicos, en una aventura liberadora y catártica.
El intenso y atractivo juego escénico y los desdoblamientos (en cuestión de minutos un actor puede interpretar dos o tres personajes) constituyen uno de los sellos distintivos de Clun. Los payasos Diversa y Teasisto acomodan la escenografía del pueblo (los pinos, el lago, efectuado con las luces, y la cabaña de Guillermo) siguiendo las instrucciones del libreto y anticipando los acontecimientos. El contraste entre la ansiedad de Diversa y la parsimonia de Teasisto deviene en disparatadas discusiones y chistes eficaces que subrayan el tono sarcástico y punzante de la puesta. La sumisión del pueblo, que alguna vez confió en las falsas promesas del gobernador, indigna a Tell, que está dispuesto a rebelarse y derrumbar esa concepción que subyace en el pensamiento de muchos de sus compatriotas: “Nadie escapa a la ley”. Convencido de la ilegitimidad de la autoridad del tirano, Guillermo, el mejor arquero de la región, el hombre más corajudo y virtuoso, comprende que el miedo inhibe a la gente, que para ser libre resulta indispensable profesar una coherencia entre el pensamiento y la acción.
Aunque algunos personajes surgen de los estereotipos que propone el relato, principalmente en función de tipificar a los bandos en pugna, Gessler (muy buena composición de Javier Zain), el malvado por excelencia, resulta el mejor construido, el más sólido y atractivo, tal vez porque a pesar de que es derrotado se queda con la última palabra. Con un atuendo estrafalario –el sombrero es una cartera– y unos modales que transitan de la delicadeza extrema hasta la más exasperante brutalidad, Gessler está concebido como un pastiche: posee caracteres de un rey absolutista, de un estadista moderno y de un político advenedizo del siglo XXI. La fiesta se inicia, pese a las advertencias del gobernador. Los festejos estallan, el clima se dispara y los números de acrobacia y las coreografías (en las que se percibe la impronta de Oscar Araiz) acaparan la atención de los espectadores por el profesionalismo y la calidad con la que están incluidos en escena. En el preciso instante en que Tell, como tradicionalmente lo hacía, está por ejecutar su número con el arco, Gessler interrumpe la celebración, acompañado por su ejército de soldaditos patéticos. Exige, como prueba de lealtad a su autoridad, que los habitantes se inclinen ante un sombrero y le rindan pleitesía como si el objeto fuera el gobernador.
Si en la historia de las sociedades los cambios se producen siempre que se llega a situaciones límites, Berta, la esposa de Tell, junto con su marido, saben que llegó la hora, y se niegan a ejecutar la orden. Gessler intenta desesperadamente aferrarse al poder de administrar el terror en cuotas, pero la rebelión está en marcha. El gobernador secuestra al hijo de Tell y lo obliga a cumplir con el desafío de disparar una flecha a una manzana sobre la cabeza del niño. El triunfo de Tell incita al pueblo a combatir. Las peleas con espadas, híper-parodiadas (trabajadas como si estuvieran en cámara lenta y luego con una velocidad inusitada), el registro payasesco de los soldados que lanzan sus espadas contra el viento, se tropiezan y confunden quién es amigo o enemigo precipitan el desenlace con un nivel de excelencia y síntesis encomiable. El comentario zumbón del tirano derrotado, “¡qué final tan conmovedor!”, responde a la estética Clun, que siempre busca una vuelta de tuerca para burlarse del happy end.

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